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 domingo, 12 de diciembre de 2004  
Una lectura del gran poeta rosarino
Aldo Oliva en Dyrrachium
La estética de la modernidad y el marxismo, los clásicos latinos y el siglo XIX francés tienen un cruce inesperado en una obra escrita en Rosario

Juan Bautista Ritvo

Se ha dicho que Aldo Oliva tenía "genio oral"; se lo ha dicho y refutado con razones sobre las cuales no es preciso volver aquí. Pero la expresión, falsa sin duda, contiene alguna pizca de extraña verdad.

Durante años Oliva alimentó proyectos totalizantes, fascinantes y siempre disueltos ante la inminencia de su posible concreción: la alianza de la estética de la modernidad -Baudelaire, antes que nadie y sobre todo- con el marxismo, y antes de la difusión de Benjamin, a cuyo influjo el tópico se vulgarizó sin resolución; el despliegue de la ontología de la "Fenomenología del Espíritu" de Hegel en la praxis del Marx de los "Manuscritos económicos-filosóficos" de 1844; la poesía y la narrativa latina de la Edad de Plata, Lucano, Petronio; el barroco español; el siglo XIX francés que para él culminaba, en ciertos y decisivos aspectos, en las hecatombes rituales de "Salammbô " de Flaubert. Vastedad que no sé si explica pero sin duda permite comprender la fascinación que ejercieron sobre él, en los últimos años de su vida, los "Cantos" de Pound.

Su talento, hecho para los golpes de la fulguración, antes que para el paciente entramado de los argumentos, le permitía unir despojos de diccionarios latinos, griegos, versos de Quevedo donde una palabra, un morfema, se aislaba con felicidad del resto del verso, a textos de admirable concisión casi epigramática o a épicas tiradas muy lejanas de nuestro tiempo; le permitía hacer, con todo eso y por eso, una fusión insólita, incandescente, de un poema que podía esperar el tiempo dilatado de su realización, pero no interrogar los intervalos de esa síntesis, esas violentas elipsis que en su juventud creyó poder poblar de razones, desgastadas y desgranadas con el tiempo.

En verdad, como produjo tempranamente unos pocos y prontamente tornados míticos poemas, como el rumor vacilaba y no se sabía si la fuente poética se había rápidamente cegado o el poeta maduraba, maduraba a la espera de las palabras salvadoras depositadas por la estela de la Musa, o bien (aquí el rumor se volvía confusión) se suponía que el poeta se inclinaba por la acción o por la reverdecida pasión del saber, entonces crecía la incógnita y crecía la mitificación y también, ciertamente, la mistificación que Oliva alimentaba con picardía.

Sólo él sabía cuánto sufrió, menos por la impotencia para la prosa, que por los años de esterilidad poética.

Es extraña la vida y extraña la inspiración y sus vericuetos.

Recién en 1986 y a los 59 años publicó su primer libro, editado con desidia municipal: durante meses, años, los ejemplares permanecieron en un depósito, fuera de circulación.

Cuando ya había renunciado a sus proyectos teóricos y se conformaba, en las mesas de los bares o en las aulas de Humanidades -pero para él, a diferencia de los respetables licenciados y doctores y maestros varios, no había diferencia entre unas y otras-, con esbozar mediante el gesto y la palabra, con la palabra convertida en gesto por la alternancia de una dicción ampulosa, casi etimológica en su precisión, de grave resonancia fónica, con la dicción familiar y hasta callejera, casi irónica, con esbozar, así, los contornos de una patria teórica posible y ya gangrenada por la nostalgia, parecía dar cumplimiento cabal de la definición de nostalgia de Heidegger: la proximidad de la lejanía en tanto lejanía.

Y ahora, con varios golpes encima: golpes de la edad, el golpe de la temprana muerte de su segunda mujer, Oliva recupera su huella, su oculta vertebración poética.

Y a medida que sus fuerzas decaigan, cuando ya la enfermedad le marcaba la inminencia del fin, confluirá el sendero de la poesía, nítido y claramente abierto, con el caer de la noche.

Su primer libro tenía por título y emblema una traducción de Lucano, "César en Dyrrachium"; versión en alejandrinos de hexámetros de la "Farsalia" en los que se narra el enfrentamiento decisivo de Julio César con Pompeyo, decisivo para la historia de Roma -instaurará lo que de ahora en más se llamará "cesarismo"- y también para el mundo, porque la figura, la voz, la mano que manda y ordena con imperium, el gesto del poder, en suma, se transmitirá de generación en generación como el símbolo real de un poder que, Oliva mismo lo dice en la breve nota que antecede a la traducción, refuta, en su realidad, el "mesiánico optimismo histórico" de la "Egloga IV" de Virgilio, en la que éste auguraba que con la llegada de Augusto al poder se iniciaba una era de paz, de felicidad y de reconciliación para todo el orbe.

Sospecho, conjeturo más bien, que el ejercicio de traducción de una obra cuya retórica durante años fue desdeñada, desdén que comenzó con Boileau, precisamente por los caracteres que ahora permiten su renacido prestigio, hace tiempo presagiado por Baudelaire: énfasis declamatorio, descripciones interminables de hechos violentos o magnificentes, descripciones minuciosas, laboriosas, eruditas; un gusto estilístico ya manierista, alejado de la mesura juzgada clásica, fue un momento de flexión, un momento que le permitió reencontrarse con esa pasión por la imagen que aman todos lo que aman intensamente la materialidad de la palabra a tal punto -punto paradójico pero verdadero- que sólo desean y lo desean ardientemente, que desaparezca transformada en el despojo, la ruina, el destello de la sombra de un objeto, a tal punto que puedan fundirse por un instante, uno sólo, la palabra y el objeto, la palabra y esa imagen palpable del objeto que cae como caen los velos y que si bien promete que la palabra y el objeto, de nuevo, por un instante, resonarán entre sí como lo hacen las arterias de un hermano en las arterias del otro, nada de esto ocurrirá y sin que el resultado final sea precisamente decepcionante, ya que dejará el saldo que es un sitio, recinto más bien, donde se forja el caleidoscopio de la memoria, donde es posible trazar una y mil veces, los gestos y los actos, fugaces y marmóreos, que llevan a una vida humana, cualquiera, a la plenitud de la catástrofe y de allí al descenso que suelen llamar, algunos, infierno, y otros, simplemente, ceniza.

Ya previsto el combate, como dos

/gladiadores

mirados por los dioses, los Jefes,

/enfrentadas

las tropas, acamparon sobre cumbres

/vecinas.

César ha desdeñado combatir los

/antiguos

bastiones de los griegos, pues, de hoy

/en más, no quiere

ya deber al buen hado los favores

/de Marte

sino frente a su yerno. Consumando

/sus ruegos,

ha invocado la hora, funesta para el

/mundo,

de arrebatarlo todo por el azar; anhela

el golpe del destino que habrá de

/ensombrecer

una cabeza u otra.

El tono vehemente, violento, el gusto exasperado por el apóstrofe y la imprecación, por la exhibición esperpéntica ya no de la muerte sino de la descomposición, la acción siempre colosal, hiperbólica como lo es en el comienzo del libro que he transcripto, la preparación para el acto que decidirá, mediante el golpe del destino, frente a los dioses, los hombres, la naturaleza entera, el curso del orbe.

Son los versos iniciales del libro VI de la "Farsalia", que Oliva ha traducido fragmentariamente. ¿Qué lo atraía de esto? ¿Qué halló en el libro VI de la "Farsalia"?

En versos que pertenecen al mismo libro y que Oliva no tradujo, pero que son evocados en "Aliter" el poema suyo que prolonga y expande la traducción, Ericto, una necromántica de Tesalia, roba huesos, aún humeantes, de la pira funeraria, se ensaña ávidamente con los miembros encerrados en sarcófagos, hunde sus manos en los ojos helados, desgarra los cadáveres que cuelgan de la horca, arranca las vísceras batidas por las lluvias .

Se trata, una vez más, de la hecatombe ritual, del conjuro que la literatura produce -Lucano en la Roma neroniana, el Flaubert de "Salammbô" en el apogeo de la ciudad haussmanniana- para consumar y consumir el exceso de protección -exceso fetichístico- que la vida dispone para defenderse de la muerte, desde las aguas termales y los vestidos y decoraciones y adornos suntuosos de la Roma imperial, hasta las delicias del sweet home decimonónico, exceso que termina ahogándola, estragada, paralizada, a la espera de lo que más teme y más la inhibe.

La hecatombe literaria es preparación para otra cosa, así como la verbosidad anticipa el momento braquilógico, la elogiada brevitas latina, y las "leyes del universo desquiciado" anhelan un nuevo equilibrio tanto como la furia desencadenada quiere culminar en la purificación del silencio.
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Oliva daba clases en la facultad y en los bares.

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