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 domingo, 12 de diciembre de 2004  
Cultura: Educar para la vida

La humanidad no ha dejado de reflexionar jamás sobre la muerte. Este problema atañe al médico, pero también al psicólogo, al filósofo, al antropólogo, al sociólogo, al historiador, al demógrafo y a muchas otras profesiones que intentan darle una mirada, que obviamente, no puede ser extraña a cada uno y al grupo al que pertenecen. La certeza de la muerte, propia y ajena, va conformando el discurrir de la vida. Este conocimiento implica un saber y un no saber del cuándo, del cómo y del por qué ocurrirá.

Distintas respuestas han dado los pensadores: que es parte de la vida; que es producto de ella misma ya que en el vivir se va al encuentro con la muerte; que es la otra cara de la vida; que es la anulación de la materia y que es la certidumbre suprema de la biología; entre otras tantas. Ahora bien, más allá de la muerte física propia de todos los seres vivos, la actitud del hombre frente a este hecho es totalmente diferente a la de los animales. Morín dice que una brecha bioantropológica los separa, ya que el ser humano es el único que entierra a sus muertos.

Los hombres de culturas primitivas se sorprendían por el "contagio" de la muerte, de allí la multiplicidad de ritos para poder frenarla. Para la sociedad negro africana era una ruptura del equilibrio: el resultado de la desaparición del espíritu que alentaba al cuerpo. El alma lo abandonaba por la boca, por los cabellos o por las orejas para retomar el universo de la naturaleza. Para ellos, la muerte era definitiva cuando había desaparecido el esqueleto o no quedaba vivo ningún miembro de la familia, que era quién podía mantener la fuerza para entrar en comunicación.

La muerte era un cambio de estado, una reorganización de los elementos de la persona, y los ritos garantizaban que el muerto siguiera estando presente.

En la sociedad occidental rige una visión cristiana donde el cuerpo, a partir de la muerte desaparece, pero el alma o el espíritu cobra otra dimensión. Este dualismo se manifiesta en ciertos ritos, como por ejemplo, entrar al muerto en el cementerio con los pies hacia delante para que pueda salir caminando el día de la resurrección. Creyentes o no creyentes comparten ciertas ceremonias propias de esta cultura.

A lo largo de los siglos autores como Hegel, Freud, Sartre, Nietzsche, Jaspers, entre otros, se preocuparon por el tema. Miguel de Unamuno, pensador español del siglo XX, plantea que el punto de partida personal y afectivo de toda filosofía o religión es el sentimiento trágico de la vida, trágico en tanto y en cuanto más se quiere huir de él, más se le aproxima. La pregunta que planteará Martín Heiddegger será: "¿El hombre, es un ser para la muerte?" Se responde que la muerte es la finitud de la temporalidad y es el fundamento oculto de la historicidad del hombre.

Es difícil dar respuestas precisas, certeras o universales a ciertas preguntas en relación con la muerte, porque son diferentes las experiencias vividas y la concepción de mundo que cada uno tiene. Lo que se torna necesario es que el hombre se represente la muerte, pero no sólo en sueños, obsesiones o impulsos sino que la transforme en inteligible; que la pueda pensar, reflexionar para poder encontrarle un sentido. La irrupción de la muerte en la vida cotidiana, y por ende, la delimitación que marca hace que sea ineludible una resignificación desde lo individual y lo social.

Si bien el progreso de la ciencia, de la tecnología y el desarrollo del espíritu crítico otorgaron una nueva mirada al problema, el hombre a través de los avances médicos como la criogenia, por ejemplo, sigue manifestando su deseo de inmortalidad y esa posibilidad de vida eterna.

Sería interesante tomar en cuenta la cultura africana donde los muertos y vivos conforman una misma comunidad, el difunto sigue siendo el próximo. En la cultura occidental vida y muerte son contrarias entre sí, no se aceptan posibles relaciones porque estarían simbolizando la propia muerte. Creo que a esta tesis y antítesis habría que buscarle la síntesis, el atisbo que cada uno necesita darle a su propia existencia. Vida y muerte supone un doble camino: en primera medida desmitificar el terror y la angustia que suscita, y en segunda tomarla como un hecho natural y necesario.

A este respecto, una educación de y para la muerte deberían formar parte de los contenidos escolares en la totalidad de sus dimensiones: biológica, sociológica y psicológica pero no para quedar en un discurso árido, o quizás angustiante, sino para convertirla en educación de y para la vida.

Carina Cabo de Donnet. Profesora en filosofía.

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