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 domingo, 19 de septiembre de 2004

El cazador oculto: Muestras de la interna cultural

Ricardo Luque /Escenario

Una línea de lápiz sobre una pared blanca. Delgada, juguetona, atrevida. Negra. Puro grafito y pasión. Sí, eso simplemente es "El hilito" de Flor Balestra. Y es suficiente. Porque a medida que se desmadeja va tejiendo historias tan chiquititas como la vida misma. Está ahí, a unos pocos pasos escaleras arriba del Castagnino y, sin embargo, costó encontrarla. Y no es para menos. La artista llegó tarde, muy tarde, como una diva. El problema es que con su look under lucía como para pasar una noche de furia en el Parakultural. Un enjambre de fanáticos, curiosos y familiares la esperaba desde hacía un largo rato en la planta baja. Sin darse cuenta se habían mezclado con el público de la muestra de Hermenegildo Sabat que el cerebro mágico de los promotores culturales rosarinos habían programado a la misma hora y en el mismo lugar. Por ahí andaba el bueno de René, que buscaba a su hija caminando inquieto de aquí para allá y mirando con el ceño fruncido a través de sus gruesas gafas de cristal. Con un guardapolvo blanco lo hubieran confundido con Dexter. Su partenaire ideal, salvando el abismo ideológico, era Marina Naranjo, porque, a pesar de su trajecito marrón de secretaria ejecutiva, era un calco perfecto de Diddy, la insoportable hermana mayor del niño genio de Cartoon Network. Sobre todo por la inexplicable sonrisa que mantuvo impertérrita dibujada en el rostro durante la velada. "¿De qué se ríe?", se preguntaban los ojos azabache de Daniela Quintero que con el flequillo sobre las cejas y un largo tapado negro lucía igual que Cleopatra en el funeral de Marco Antonio. Nadie pudo responderle. Ni siquiera ella, la incansable Nora Nicótera, que se dejó caer por el museo de riguroso blanco, como una novia, y una expresión hierática que helaba la sangre. Unos niños, que la habían confundido con una estatua viviente, querían darle una moneda. La madre, atenta al error, los disuadió a tiempo. Un milagro inesperado. Como la caravana que, ni bien se acabó el champagne, se encaminó rumbo al Bernardino Rivadavia. Los esperaban Caloi y el Negro Ielpi, que con mocasines y un sweater rojo atado al cuello, se sentía un ganador. Y lo era, porque fue su muestra y ninguna otra la que bendijo con su presencia el intendente. Maldita interna cultural.

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