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 domingo, 22 de abril de 2007  
[Despedida] - La muerte de Kurt Vonnegut
El violador de reglas
El escritor norteamericano fue un provocador constante y su obra es rica en paradojas

Gabriel Guralnik

A fines de 1944, la Urss y los aliados casi habían terminado de aplastar a la Alemania nazi. Acorraladas, las tropas de Hitler se retiraban en todos los frentes. Nadie con un mínimo sentido de realidad podía imaginar un contraataque alemán. En Europa occidental, entre Francia y Bélgica, los norteamericanos avanzaban con total confianza. Entre ellos un joven soldado de 22 años, que —paradojas del destino— luchaba contra el país donde habían nacido sus padres.

En diciembre de ese año ocurrió lo que parecía imposible: en un golpe final, Hitler lanzó un ataque desesperado en las Ardenas. La niebla inutilizó los aviones. La sorpresa paralizó a sus enemigos. Como en una película, como en una historia de ciencia ficción, los vencidos volvieron, por un momento, a ser vencedores.

Miles de soldados norteamericanos fueron hechos prisioneros. Entre ellos ese joven de 22 años que, destinado a infiltrarse en las líneas enemigas, quedó enredado en la agonía del III Reich. Un soldado más, cuyo nombre cobraría sentido mucho tiempo después: Kurt Vonnegut.



La venzanza británica

La realidad se volvió al revés, y el tiempo pareció retroceder cuatro años. En 1940, los alemanes habían conquistado Francia por las Ardenas. Ahora, en 1944, el fantasma de esa victoria reaparecía. Como prisionero, Vonnegut fue trasladado a la ciudad de Dresde. Allí, a comienzos de 1945, los británicos desataron su venganza en un bombardeo contra la población civil: más de 135.000 muertos (el triple de las víctimas de Hiroshima) quedaron entre los escombros. El joven prisionero recibió la orden de retirar cadáveres de las casas destruidas.

Kurt Vonnegut siempre afirmó que esa experiencia no incidió en su decisión de escribir. Pero necesitó casi un cuarto de siglo para publicar “Matadero cinco”, una de las grandes obras antibélicas del siglo XX. Y una vez que lo entregó a la imprenta, ni siquiera quiso revisar las pruebas de galera.

Hasta dónde haber vivido una situación que parecía violar las reglas de la realidad, las del tiempo y las del espacio profundizó su vínculo con la ciencia ficción es algo que tal vez ni siquiera él pudo saberlo. Para el lector, tal vez no importe. Pero en su agudeza para retratar personajes bajo situaciones límite, en su sentido del humor al pintar momentos trágicos y hasta en su trabajo constante para forzar, para torcer las reglas de lo establecido como “real”, parecen volver los ecos del consejo que los alemanes se daban, entre ellos, para los obsequios navideños en diciembre de 1944: “Sea realista, regale un ataúd”.

Nacido en 1922, en Indiana (Estados Unidos), la vida de Vonnegut le regaló a la literatura más de una simetría. Algunas fueron directas y otras inversas (o, si se prefiere el término, paradójicas). Como Isaac Asimov, comenzó estudiando química (aunque abandonó al poco tiempo). Su madre se suicidó poco antes de que él fuese a la guerra y él mismo intentó quitarse la vida años más tarde. En 1972, cuando apenas comenzaba la era de las pantallas de computadora, planteó en “Desayuno de campeones” el concepto de obra multimedia. Depresivo, tal vez aburrido del mundo, de su obra dijo Gore Vidal: “Kurt nunca fue aburrido”.



Un socialista exitoso

Sus libros fueron prohibidos, pero la crítica norteamericana lo calificó de visionario. Sus novelas se vendieron por millones, pero nunca dejó de ser socialista. Su fama creció en forma proporcional a su edad (sobre todo, a partir de los cuarenta y cinco años), pero la mayor parte de sus fanáticos eran jóvenes. La paradoja trasladada al mundo real, y el mundo real negado en una serie interminable de paradojas.

Examinar la obra de Kurt Vonnegut sería un pobre homenaje, un ejercicio necrológico que le habría causado gracia. O que se la esté causando, si es que tiene tiempo (en la dimensión a la que haya viajado) de leer lo que se escribe sobre él en estos días. No hay una forma válida de hablar de Vonnegut: hay, en todo caso, infinitas formas de leerlo. “Utopía 14” (1952), “Las sirenas de Titán” (1959), “Madre noche” (1961), “Cuna de gato” (1963), “Dios le bendiga, Mr. Rosewater” (1965), “Matadero cinco” (1969), “Desayuno de campeones” (1973), “Payasadas” (1976), “Pájaro de celda” (1979), “Galápagos” (1987). Diez títulos, entre muchos otros que publicó. Diez, por dar un número redondo, en una obra que se extendió casi hasta el final de su vida.

En el país de Borges, es imposible eludir las simetrías y los leves anacronismos. En estos días conmemoramos los 25 años de la muerte de Philip K. Dick, otro gran escritor que se adelantó a su tiempo. En estos días, un accidente en su casa de Manhattan se llevó a Kurt Vonnegut. La afición a los “números redondos” hará que, desde ahora, cada cinco y cada diez años se recuerde a los dos al mismo tiempo. Y no será del todo incorrecto.   



Gabriel Guralnik es titular

de la Fundación Ciudad de Arena
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