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 domingo, 04 de febrero de 2007  
Fascinación

Jorge Besso

Desde una elemental redundancia se puede decir que la fascinación es fascinante, y sin embargo la reiteración resulta útil para reflexionar sobre un fenómeno muy corriente, que precisamente prescinde de la reflexión. Se trata de un estado al que nuestro magno diccionario de la lengua asimila a un engaño, una alucinación, o una atracción irresistible y, finalmente, a un antojo: palabreja que en última instancia remite al mal de ojo.

Los ojos aquí juegan un papel fundamental. En la visón, con la mirada podemos apresar al otro, o por el contrario quedar atrapados dentro de unos ojos irresistibles. Los ojos y la mirada acumulan metáforas seguramente inagotables, y una de las primeras cuestiones es la diferencia entre “ver” y “mirar” en tanto el humano es capaz de ver demás o de menos, ya que a la anatomía y fisiología de la visión se le agrega el plus o el déficit que la mirada aporta. Lo que viene a conformar la subjetividad de cada cual, capaz de arrasar casi con cualquier objetividad, siempre difícil de discernir o determinar.

En este contexto, dos patologías bastantes corrientes representan una pareja muy particular y de especial intensidad: se trata de la danza muchas veces muy clásica que bailan entre sí la neurosis y la perversión. Ambas constituyen dos mundos muy distintos, a la vez dos modelos, que no está demás aclarar, que por lo general nunca se dan en estado puro.

El mundo neurótico es un mundo de inseguridades, reclamos, quejas, somatizaciones o conversiones de problemas psíquicos con reacciones en el cuerpo. En definitiva, habitado por el miedo y la culpa. El mundo perverso, precisamente, aparece despoblado de culpa y miedo, y en este sentido el perverso, a veces psicópata, hace lo que el neurótico probablemente jamás se atrevería a hacer. Dicho de otra manera, se dice que la neurosis es el negativo o el reverso de la perversión, de forma tal que el perverso hace lo que el neurótico tiene profundamente reprimido.

Un viejo dicho, por cierto no demasiado elegante, pero muy ilustrativo, sentencia: “Se juntaron el hambre y las ganas de comer”. El dicho viene a remarcar la solidez de la pareja, la densidad de un vínculo que por lo general no se ve desde afuera. Son los testigos cercanos los que agotan su repertorio de consejos para terminar con el padecimiento del neurótico, que una y otra vez convoca al amigo, la amiga, la familia o ambos para que lo ayuden a resolver lo que él mismo no puede desprender. Es decir le pide al otro lo que él quisiera poder hacer. Con lo que repite la misma situación de impotencia de la cual quisiera salir con relación a su partenaire.

Este es precisamente el punto en el que la fascinación ocupa el ser de alguien, que se estanca fascinado por el otro en un amor que aun haciéndole sufrir se le hace indesprendible. Lo que resulta irracional tanto para su entorno como para su propio espejo que le envía el mensaje reiterado que de una vez por todas siga la voz de la razón, en lugar de la incomprensible postergación que le impide llevar a la práctica la decisión tantas veces tomada en la cabeza. Nada para extrañarse demasiado. Bien se sabe, tanto como se olvida, que las razones de lo racional muchas veces están en cortocircuito con las razones de lo pasional, razón por la cual la fascinación suele arrasar con cualquier cantinela inspirada en la coherencia que demora tanto en llegar.

Esto que sucede en el nivel individual, es verificable en lo social ya que en definitiva son niveles indisociables. Las fascinaciones sociales son más que abundantes en las religiones y la política, siendo los dictadores los mayores y los mejores ejemplos de seres fascinantes, pues si dictan es por que fascinan. Lo inverso también es cierto: fascinan porque dictan.

Años atrás los españoles contaban que Franco detuvo a Hitler con su mirada en el intento alemán de entrar a España en la célebre reunión de Hendaya. Tal vez no importe tanto la verdad histórica de semejante anécdota. Lo mínimo es imaginar el escalofriante encuentro de miradas entre dos monstruos humanos que nunca perdieron su vigencia social. Muerto Franco, en los primeros años de la democracia, la acidez española brotaba en cualquier reunión cuando de pronto alguien decía: “Contra Franco vivíamos mejor”. Para muchos Hitler nunca pudo haber muerto en el bunquer y vivió, o acaso aún vive, en alguna montaña argentina. Nada fascina más que el poder sobre todo para conjurar los miedos y las impotencias que albergan los humanos. Es que los gigantes son inmortales, mientras que la muerte es para los enanos.




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