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 domingo, 30 de abril de 2006  
Padre e hijo unidos por el destino del General Belgrano
Ambos fueron tripulantes. Uno lo trajo desde Filadelfia en 1951, el otro lo vio zozobrar el 2 de mayo de 1982

Atilio Pravisani / La Capital

Santa Fe.— Tal vez dentro de algunas décadas los libros de texto comiencen a narrar con mayor rigor la historia de Malvinas, la guerra que marcó al país en el siglo XX, y sus páginas incluyan el relato del increíble destino de dos santafesinos, atados a la suerte de ese símbolo que hoy yace en el fondo del Atlántico Sur: el crucero General Belgrano.

  Juan Carlos y Carlos Adrián Benítez —padre e hijo— tienen sus vidas ligadas al viejo crucero y su presencia en la Armada Argentina y su desaparición en la guerra de Malvinas. Juan Carlos formó parte de la tripulación que trajo a la nave desde EEUU para incorporarla a la Flota de Mar en 1951. Treinta años después, Carlos Adrián integraría su dotación y conserva en sus retinas la imagen de cuando la nave fue abatida.

  En 1948 Juan Carlos ingresó a la Marina y su primer destino fue la base de Puerto Belgrano, sin imaginar que esa decisión lo llevaría hasta la nave que varias décadas después tripularía un hijo suyo.

  “En 1951 partimos hacia EEUU en el Bahía Tetis con una tripulación de 900 hombres a buscar un crucero que hasta ese momento tenía el nombre de Phoenix. El 12 de abril de ese año el capitán de navío Adolfo Piva tomó posesión del buque que a partir de ese momento se denominó 17 de Octubre. Pero cuatro años más tarde el almirante Isaac Rojas, que por entonces hacía gala de fe peronista se convirtió en golpista y le cambió el nombre por el de General Belgrano”, relató Juan Carlos con lujo de detalles a La Capital.

  Benítez recordó que el buque fue construido en los astilleros de Nueva York al comienzo de la Segunda Guerra Mundial; en 1941 se encontraba apostado en la bahía de Pearl Harbor, de donde salió ileso del ataque de los japoneses y realizó misiones de patrullaje y escolta en el océano Pacífico, participando en acciones como la de Guadalcanal.

  “El 5 de diciembre de 1951 el entonces 17 de Octubre entró por primera vez a la base de Puerto Belgrano, y a partir de allí y hasta que me retiré en diciembre de 1954, mi vida transcurrió en el buque, que también fue afectado a tareas de patrullaje”, recordó casi con orgullo esos años felices.

  “Era una nave magnifica, con todas las comodidades y con gran poder de tiro”, acotó Juan Carlos, quien también rescata como elemento histórico que por esos años se comenzaban a detectar las maniobras en la Armada que finalmente estallaron en septiembre de 1955. “Yo me fui un año antes porque el crucero se plegó a la llamada Revolución Libertadora”, recordó.

  Benítez admitió que no encuentra las palabras adecuadas para describir la sensación que se apoderó de él cuando se encontraba trabajando en el Ministerio de Agricultura de Santa Fe y se enteró que dos torpedos ingleses habían impactado en el Belgrano y que comenzaba a hundirse en el Atlántico Sur, con su hijo como tripulante.
Un sepulcro en el mar
El 2 de mayo de 1982, exactamente a las 16.24, los dos torpedos del submarino atómico inglés Conqueror dieron en el crucero cuando estaba fuera de los límites de la zona de exclusión fijada por los británicos. Uno lo alcanzó en la proa y el otro en la popa. Diez minutos más tarde su inclinación era de 21 grados y el comandante dio la orden de abandonarla. Una hora después las gélidas aguas del Atlántico Sur sepultaban al viejo crucero y a 323 de sus hombres.

A partir de ese momento el resto comenzó la lucha por la sobrevivencia, entre ellos Carlos Adrián Benítez, un santafesino de ese puñado que logró escapar a la muerte antes en un infierno de fuego y después de frío en medio de vientos de más de 100 kilómetros y olas de más de 10 metros cuando rápidamente se acercaba la noche.

Fueron lanzadas alrededor de 70 balsas autoinflables para 20 hombres cada una y todos tenían asignado un lugar, como lo tuvo Benítez, pero no todos.

Carlos Adrián recordó que “la sensación del impacto fue la misma que la de un choque. En mi sector estábamos durmiendo. Me desperté escuchando gritos, de inmediato sentí la orden de salir a cubierta y abandonar el barco, pero cuando me acerqué a mi balsa la orden de un guardamarina le dio prioridad a los oficiales y el personal de cuadros. De pronto me encontré sin saber qué hacer y con el agua llegando a la cubierta”.

Las sensaciones se esos 60 minutos entre llamas y gritos de dolor de este sobreviviente a 24 años de la guerra no se han modificado demasiado. "No me preguntes sobre qué sentí en ese momento porque me resulta imposible traducirlo. Son sensaciones encontradas. Nervios, miedo, desesperación. Veía gente quemada y los gritos eran terribles. Uno de ellos cayó al lado mío y lo subí a una balsa donde había un lugar solo, después me tiré al agua", relató angustiado.

"Al caer perdí la noción del tiempo y del espacio hasta que fui recogido por uno de los botes. Sólo sentía como si me clavaran agujas hasta que alguien me levantó y comencé a percibir que estaba vivo", relató. "Después se inició otra historia, la de poder vencer a un mar con olas de diez metros y al frío que congelaba todo y que la única forma de superarlo era orinarnos. Después nos turnábamos para sacar con un casco el agua de la balsa porque los cierres estaban vencidos y las bengalas también".

Benítez regresó a Santa Fe sin que nadie avisara a sus familiares. Cuando llegó, nadie sabía y nadie lo recibió. Quince días después retornó al liceo naval Almirante Brown, donde recibió la baja del servicio. Tenía 19 años y había vivido un suceso que le marcó la vida. Hoy tiene 45 años y cinco hijos, e integra la policía santafesina. Transita por una vida normal, sin embargo los fantasmas de la guerra muchas veces no lo dejan dormir porque el pánico sigue vigente.

Durante la primera semana del retorno a casa luego del hundimiento del Belgrano se levantaba gritando que tenía que subir al bote y no hablaba con nadie. Ahora, a más de dos décadas, hace pocos meses venció el miedo de poder tirarse a una pileta, pero jamás pudo lograr subir a un bote para pescar. Cuando tres años atrás las aguas del Salado condenaron a su padre a permanecer en el segundo piso de su casa del barrio Centenario, él no se pudo acercar por el pánico que lo invadía.

Después de todos estos años sigue pensando como su padre: "Existe una deuda moral con la gente de Malvinas, mucho más aún para los que pelearon en las trincheras de las islas".

Considera que están discriminados. "Para los que fueron victimas del terrorismo de Estado hubo un resarcimiento económico, pero para los miles de chicos que sufren todo tipo de secuelas que le cambiaron la vida, no hay nada. Yo pregunto: Porqué esa diferencia".

"Es una deuda moral que tiene la sociedad con nosotros. Nunca hubo una reivindicación para los hombres que pelearon en Malvinas. Aquí la guerra se vivió como un partido de fútbol. Lo real es que el centro y norte de la Argentina no la sintieron, y para ellos no existimos. Todo lo contrario sucede en el sur, donde es increíble el respeto y el agradecimiento que existe para los combatientes".
Un sepulcro en el mar
El 2 de mayo de 1982, exactamente a las 16.24, los dos torpedos del submarino atómico inglés Conqueror dieron en el crucero cuando estaba fuera de los límites de la zona de exclusión fijada por los británicos. Uno lo alcanzó en la proa y el otro en la popa. Diez minutos más tarde su inclinación era de 21 grados y el comandante dio la orden de abandonarla. Una hora después las gélidas aguas del Atlántico Sur sepultaban al viejo crucero y a 323 de sus hombres.

A partir de ese momento el resto comenzó la lucha por la sobrevivencia, entre ellos Carlos Adrián Benítez, un santafesino de ese puñado que logró escapar a la muerte antes en un infierno de fuego y después de frío en medio de vientos de más de 100 kilómetros y olas de más de 10 metros cuando rápidamente se acercaba la noche.

Fueron lanzadas alrededor de 70 balsas autoinflables para 20 hombres cada una y todos tenían asignado un lugar, como lo tuvo Benítez, pero no todos.

Carlos Adrián recordó que “la sensación del impacto fue la misma que la de un choque. En mi sector estábamos durmiendo. Me desperté escuchando gritos, de inmediato sentí la orden de salir a cubierta y abandonar el barco, pero cuando me acerqué a mi balsa la orden de un guardamarina le dio prioridad a los oficiales y el personal de cuadros. De pronto me encontré sin saber qué hacer y con el agua llegando a la cubierta”.
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El mar fue el escenario que unió el destino de los Benítez.

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