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 domingo, 30 de abril de 2006  
Los espejos que elige el pueblo argentino

Las coordenadas por las cuales pasa la vida nacional suelen ser extrañas. Y aunque muchas veces pretendan identificarse los rasgos de la argentinidad profunda con las facciones de dirigentes políticos o referentes institucionales —creando próceres que viven más en el frío mármol que en el cálido espíritu— , la realidad señala que a la hora de las definiciones reales la gente opta por figuras del deporte, músicos o escritores. Prueba viviente de tal idolatría podrían ser, fuera de toda discusión o duda, Diego Armando Maradona, Carlos Gardel o Jorge Luis Borges. Y a esa lista podrían agregarse muchos otros nombres sin incurrir en el error: ¿o no podría haberse dicho, por ejemplo, Juan Manuel Fangio y Guillermo Vilas; Atahualpa Yupanqui o Charly García; Julio Cortázar o Ernesto Sabato?

El conmovedor homenaje que recibió el pasado jueves en la Cámara alta nacional el humorista y escritor rosarino Roberto Fontanarrosa, por acertada iniciativa de los senadores Rubén Giustiniani y Ernesto Sanz, debe ser mirado como un imprescindible reconocimiento a uno de esos creadores que, pese a no integrar los cánones académicos ni estar colgado en las heladas galerías del museo oficial, se han hecho valorar y querer por todos. Y es que habría que buscar muy a fondo para encontrar a un compatriota que no conozca ni haya disfrutado con los personajes ideados por el conocido como “Negro”: el célebre Inodoro Pereyra, inefable retrato paródico del gaucho, encabeza una lista que continúa Boogie el Aceitoso, gángster de maldad antológica. Claro que su obra, como él mismo lo reconoció sin tapujos, posee antecesores y entabla fértil diálogo con sus contemporáneos. Rápidamente surgen en la memoria los compañeros de ruta del homenajeado, tanto pasados como presentes: los inolvidables Oski y Lino Palacio, los siempre vigentes Caloi y Quino.

Pero lejos de quedarse en la cotidiana tarea del viñetista gráfico o en el tesón genial del historietista, lenta e inagotablemente Fontanarrosa descubrió un filón escondido en el oficio de narrador. Y libro tras libro —siempre liderando las listas de ventas de autores nacionales— explotó la misma veta que en el pasado recorrieron Fray Mocho y Mateo Booz, la del humor popular sin fisuras, vertebrado sobre un fino oído que registra hasta los matices más sutiles del habla urbana argentina.

Sin embargo, no es sólo el talento del rosarino la base sobre la que se ha construido el legítimo cariño que hacia él siente la gente. Son su sencillez, su humildad y su modo llano de comunicarse los que le han permitido obtener el lugar de privilegio que se ha ganado, ese sitial que apenas los ídolos ocupan y que los torna incuestionables.

La gran pregunta que inevitablemente subyace tras la elección que hace el pueblo de sus referentes se vincula con la preocupante ausencia de políticos en la lista. Habría que remontarse a Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín para hacer referencia a dos nombres que, mas allá de concepciones ideológicas o cuestionamientos puntuales de su accionar, despiertan unánime reconocimiento. Pero desde 1983 a esta parte, la democracia argentina ha sido incapaz de producir un fenómeno semejante si buscamos parámetros de masividad similares.

Acaso resulte útil remontarse al pasado: pensar, entonces, en Hipólito Yrigoyen, en Alfredo Palacios, en Lisandro de la Torre. En este caso, a las virtudes de estadista que caracterizaron a los tres habría que sumarles la ética sin límites y la probada carencia de ambición material. Cada cual desde su propia visión del mundo, Yrigoyen, Palacios y De la Torre se yerguen como ejemplos de honestidad y transparencia para una Nación que necesita de modelos como el agua.

Se dice que el presente trae aparejado un cambio de rumbo. Y muchos indicios sugieren que esta vez el pronóstico podría ser cierto. Pero lo que debe quedar absolutamente claro es que el viraje que se necesita debe exceder con largueza los ámbitos de la política y la economía para enquistarse con firmeza en el espacio de la moral. No habrá modificaciones si el poder es incapaz de desprenderse de la soberbia y la oposición de las visiones sectarias, y ambos de los procedimientos ajenos a la ética. El pueblo no se engaña ni se deja engañar pese a las apariencias, y sabe elegir a quien no le ha hecho trampa. Ya es hora de que las dirigencias se miren en otro espejo y recreen esa Argentina que muchos dan, equivocadamente, por perdida.
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