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 domingo, 04 de noviembre de 2007  
Para beber: industria floreciente

Turquía parece seguir las huellas de otros países que vienen abriendo su paladar a los sabores del vino, tal es el caso de India o de China y si bien no es un camino fácil cada vez más la nueva sociedad turca se deja tentar por esta bebida. Como para dar un pantallazo, cuentan que una cabra que viajaba en el arca de Noé condujo a quien resultó ser el primer elaborador de vinos hasta unas uvas silvestres que crecían en las faldas del monte Ararat, al este de Anatolia, y que fue ahí donde los granos se transformaron por primera vez en vino.

Los historiadores señalan que la primera fermentación de uvas de la que haya disfrutado el hombre ocurrió unos 6.000 años atrás, y los arqueólogos han encontrado copas de vino bellamente decoradas en cámaras funerarias hititas de los alrededores de Ankara que datan del 2000 aC. Y como no podía ser de otra manera, los siempre atentos fenicios vieron llenarse sus arcas gracias al establecimiento de un próspero comercio de vinos entre las riberas de los mares Egeo y Mediterráneo.

Turquía no es un país consumidor, sus habitantes apenas toman un litro al año contra los 65 que bebe un francés. Esto no sólo se debe a que el Islam prohíbe su ingesta, sino también a una falta de educación en relación al vino, y a que hasta hace pocos años eran tan malos que no daban ganas ni de probarlos. La bebida tradicional es el raki, elaborada con anís, que tiene una fuerte presencia en las copas de toda la nación.

“Somos un país de viñas pero no de vinos”, comentó en una entrevista Ertan Anli, experto en vinos de la Universidad de Ankara. La misma opinión dejó caer Tezcan Gurkan: “No tenemos una cultura del vino, nuestra cocina (los tomates, el queso o el melón) se acompañan con raki, no de vino. Tenemos que modificar los hábitos de consumo de los turcos para que el vino se haga un lugar en sus mesas”.

Hay cinco castas autóctonas: las tintas son la bogazkere y la okuzgozu, picantes y procedentes del este del país; y la elegante y afrutada kalecik karasi, típica de Anatolia central. Y las blancas son emir con una pronunciada acidez que se siembra en Capadocia, y narince de la zona del mar Negro, afrutada y con más cuerpo.

Como muestra de este despertar vinícola está la pequeña ciudad de Mürefte, situada a unos 230 kilómetros al oeste de Estambul, que bien puede considerarse la capital del vino, ya que con sólo 3.500 vecinos tiene 30 bodegas. Los viticultores y embotelladores sostienen que a este movimiento ayuda el intento de Turquía de acercarse a Occidente, y al crecimiento del turismo que de a poco ha ido aportando lo suyo para crear un paladar que empieza a distinguir lo bueno de lo malo.

“Durante los últimos 15 años, el turismo ha contribuido a que se comprendiera qué tipo de vino hay que elaborar”, afirmó Hasan Turasan, cuyo abuelo empezó a producir el propio en Capadocia hace 60 años. “Sin embargo, para que se desarrolle una auténtica cultura del vino tenemos que introducir nuevos gustos, y eso acarrea inversiones e investigación. El sector privado ya está en ello, pero el Estado no nos acompaña. Más bien nos pone obstáculos”, añadió. Lentamente la gente comenzó a interesarse por conocer sabores diferentes. Las clases más acomodadas, intelectuales, altos ejecutivos, artistas, diplomáticos extranjeros y jóvenes que al viajar e ir a la universidad adquieren nuevos hábitos sumados al cambio que se viene dando en la relación entre hombres y mujeres, son los pilares de este renacer. Sin embargo, uno de los problemas más graves que afronta la industria turca son los gravámenes, más del 60% del precio de una botella son impuestos.

Para los comerciantes el vino sigue siendo un producto de lujo, y todavía falta mucho por recorrer. Lo bueno es que los primeros pasos ya fueron dados.

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Fuentes: Reuters-AFP
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