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domingo,
14 de
octubre de
2007 |
Límites
Jorge Besso
La mayor parte de los conflictos entre las personas, los países, las empresas, los deportistas, los profesionales, los políticos, entre las familias y demás instituciones sociales se relacionan con límites que se han traspasado, o bien con haber llegado a un límite intolerable que marca que un determinado conflicto ha entrado en el desborde de la desmesura. En su sentido más general, límite se refiere a una línea real o imaginaria que separa dos terrenos, dos países o dos territorios. Los ejemplos más corrientes se refieren a los espacios señalados en la definición: terrenos, países o territorios envueltos en luchas diplomáticas o militares (o ambas) que se disputan un espacio determinado con implicancias y argumentos en el tiempo, es decir históricos.
Algo similar sucede con las personas donde las líneas tanto imaginarias como reales (ambas constituyendo realidades) delimitan espacios y tiempos que en muchas ocasiones no se respetan demasiado por abusos y descuidos múltiples, en definitiva por la no aceptación de los límites a la hora del amor, del trabajo o de las diversiones. Es que el amor consiste esencialmente en que alguien se salga de sus límites para abordar al otro que recíprocamente y simultáneamente traspasará los suyos, para que ambos traspasen los del otro haciendo que en incontables momentos logren la conjunción entre el amor y el sexo. Claro está que también en incontables momentos la armonía se desvanece y en tal caso se pierde el “aceite” entre el cuerpo y el alma fusionados en el placer. Es entonces cuando llega el momento en el que inexorablemente aparecen los conflictos limítrofes: mujeres ahogadas, mujeres acosadas, hombres controlados, hombres fastidiados o el delirio de los celos avivando el fuego del amor o del dolor, o todo junto.
Una letanía con un listado más o menos interminable de quejas de unos y otros comienza a ocupar los días y las noches, además de las clásicas espías de toda la vida como la revisión de bolsillos o carteras, a las que se agregan en estos tiempos los nuevos objetos espiados. Hombres y mujeres se violan recíprocamente husmeando en los celulares y en los correos electrónicos traspasando límites con la ilusión y la desesperación de encontrar una verdad que en definitiva nunca se encuentra del todo, en tanto y en cuanto la verdad del otro es un límite no traspasable. Para que siga habiendo otro.
El humano es un ser de crecimiento más bien lento, muy limitado en sus comienzos. Goza, sin embargo, en las circunstancias más o menos normales, de un amor ilimitado de su madre y de los suyos en un idilio jamás recuperado y que siempre se nostalgia, ya que como canta Sabina, quien más quien menos, quiere que mueran por él, y no simplemente comerse una manzana dos veces por semana lo que suele constituir un límite bastante habitual en las rutinas del amor. Es bastante posible que la importancia de los límites en la educación y en el crecimiento de los hijos tenga un consenso más que importante. Pero también es cierto que los límites no son muy simpáticos, más que nada entre los niños, y como se sabe los adultos para bien o para mal nunca dejan del todo de ser niños al punto que en muchas ocasiones se comportan como tales.
Los ejemplos son más que abundantes, tanto aquí como allá, pero nada como el poder para hacer renacer al niño que nos habita. Bien mirado, el humano con poder (económico, político o ambos) es un niño de tiempo completo: se alimenta de adulaciones, se indigesta con las críticas, vuela y circula a una altura superior que el resto de los mortales condenados a circular siempre al ras de la tierra. Todos aquellos que están domiciliados en el poder ni por un instante quieren pensar en el agotamiento o en los límites de dicho poder. Si el poder es fascinante, los límites representan todo lo contrario y sin embargo tanto en lo individual como en lo colectivo los límites son fundamentales. En el sentido de que son la esencia de la democracia.
La verdadera democracia consiste en la limitación de todos los poderes para que el poder no se convierta en un fin en sí mismo y para que en la sociedad haya lugar para todos. En las antiguas monarquías sólo tenían deberes y derechos aquellos que nacían y vivían en un palacio. El resto nacía, vivía y moría a la intemperie. Hoy, a más de 200 años de la Revolución Francesa que se alzó contra la monarquía proclamando a todos los vientos el ideario de libertad, fraternidad, e igualdad, el balance no puede resultar más magro: mucha gente que nace y muere a la intemperie, una cantidad difícil de precisar de dictadores, además de innumerables pequeños reyes más o menos silenciosos y omnipotentes consagrados al sueño sin límites de que cada día el que se muera siempre sea el otro.
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