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 domingo, 14 de octubre de 2007  
Adicción letal. Son chicos vulnerables, de familias numerosas, que hacen una changa y compran pegamento
Cuando aspirar “poxi” es cosa de todos los días
Dos jóvenes consumidores de Ludueña y barrio Moderno brindan un crudo testimonio

Laura Vilche / La Capital

Del oeste al sur y del oeste al norte. La realidad no es tan distinta para los jóvenes de esa zona de la ciudad. Mucho menos si tienen trabajo de vez en cuando, no terminaron la escuela, pertenecen a familias numerosas donde el dinero no sobra y cuando llegan a juntar unos pesos no ven la hora de gastarlo en cemento de contacto, alcochol, pastillas, marihuana o cocaína. O todo a la vez.

   La Capital entrevistó a C., de 17 años y a L., de 19. Uno vive en barrio Moderno, el otro en Ludueña. Los dos están intentando salir a fuerza de voluntad y con la ayuda de familiares y amigos de la zona, gente que fue al rescate de los jóvenes “antes de que se sigan muriendo y ante la indiferencia del Estado”, según dicen.

   Refieren así a las tres muertes atribuidas al consumo de pegamento durante septiembre pasado: la de Nicolás García (14 años), Pablo Maturano (15 años) y Angel Amarilla (18 años). Tres decesos que la gente de ambos barrios asegura que “no fueron las únicas”. Y a los que se sumaron tres internaciones más, dos de ellas con fuga incluida (ver página 17).

   C. y un grupo de amigos recibe a este diario en un rincón del vecindario donde cuelga un cartel que sirve como carta de presentación: “En este barrio hay... autos, casas, peleas, prostitutas, campitos, escuelas, gays, quioscos, vacas y pibes drogados”. C. opina que los chicos ahí se drogan desde los 13, pero enseguida el grupo lo rebate. “Acá no hay edad, podés encontrar en cualquier esquina a chiquitos de 5 años aspirando la bolsa de pegamento”. C. dice que cuando llega el fin de semana, si los pibes, “en el mejor de los casos”, trabajan y cobraron la changa como peones de albañil o pintores, se la gastan toda en droga.

   —¿Y en el peor de los casos?

   —Y... si no tenés laburo, salís a arrebatar bicis, carteras o celulares.

   C. no terminó 7º de EGB, tiene 10 hermanos y comenzó a inhalar pegamento a los 13, pero lo dejó porque dice que “te rompe todo”. También probó merca (cocaína), pero dice que ahora sólo fuma porro (marihuana). El dice que los problemas del consumo de droga están íntimamente ligados a la junta (las malas compañías). Sus amigos coinciden con él, pero no dejan de remarcar que la miseria, la indiferencia, la discriminación y el mal reparto de la riqueza hacen su aporte al tema.

   Y ni hablar de cómo se agrava el panorama “si te agarran los milicos”, dice C. refiriéndose a la policía. Duele la naturalidad con la que cuenta que varias veces lo llevaron a la comisaría y lo maltrataron. “La semana pasada se metieron conmigo y mi hermano de 15 años, con quien veníamos del ciber. En la comisaría nos pusieron en bolas y nos pegaron porque pensaron que teníamos droga; te gritan «chorro» o «negro de mierda». Y eso que llevábamos documentos”, se ríe antes de aclarar que le teme más a la cana que a los transeros (o narcos) del barrio.

   También cuesta oír cuando cuenta que los chicos, al estar “idos” se tatúan a lo tumbero (con aguja e hilo de coser y tinta china). Y se tajean con maquinitas, navajas o cuchillos. “Para nosotros es una forma de decir «mirá de lo que soy capaz» cuando ya no sentís nada, cuando ya ni el cuerpo te duele. Te juro que a veces veo a nenes chicos y me da bronca”, se enoja C. Pero también comprende. Dice que muchos de sus pares tienen familiares presos, o adultos que les dicen “no servís para nada, ni para chorear”. Entonces asegura que “no se puede salir cuando todo está tan mal a tu alrededor. Yo a mi vieja la respeto, pero hay padres que están peor que sus pibes. ¿De qué los vas a culpar? Y las granjas te juro que no son la salida, ahí directamente te volvés loco”.

L. y su mamá. El panorama que describe C. se hace carne a varias avenidas de allí, cuando La Capital se sienta en Ludueña a tomar mate con L. y M. (su mamá), una mujer 44 años, que parió 11 hijos, estuvo varios años presa en la comisaría 5ª y reconoce haber consumido “todo” tipo de drogas desde los 26. “Vivía dopada, por eso les pido a mis hijos que fumen porro si quieren pero pegamento no; yo sé qué es eso. Ya mucho caso no me hacen, son grandes. Al más chico, al de 7 años, todavía lo domino, pero al de 15, cuando llega por la mañana excitado, hablando y cantando de tanta droga, sólo él lo frena (y señala a L.), a mí se me escapa por los pasillos de la villa, es un gato”, cuenta la mujer.

   L. la mira e interviene sólo si le preguntan. Enumera todo lo que se consume en el barrio y lo que él mismo tomó e inhaló desde que tenía 14. Uno no entiende cómo está ahí, vivo. “Yo no uso grifo (droga inyectable) —aclara— y tampoco robo, tengo amigos que son capaces de venderle a la familia el grabador o la garrafa, pero yo no”, comenta. Dice al pasar que en la escuela se aburría y con la misma tranquilidad recuerda que estuvo por darse vuelta (morirse) hace 3 años por “tanta merca”. Y recuerda que una vez lo metieron preso “tan empastillado” que por más que le pegaban con un palo de cocina (sic) él se reía y volvía a levantar. Habla de la falta de proyectos para él y sus pares de la zona, aunque rescata haber pintado una escuela y haberse anotado para limpiar basurales la semana próxima, para levantar canchitas.

   Cuando se le pregunta qué querría hacer o ser en el futuro, mira extrañado como no entendiendo la pregunta. Pero sabe bien de qué se le habla: “No tengo idea —responde— yo intento vivir día a día”.


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C. asegura que para zafar de la droga hay que alejarse de la “junta”.

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