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sábado,
08 de
septiembre de
2007 |
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Charlas en el Café del Bajo
—Con la mirada serena, pero cansada (lo que revelaba para el agudo observador su crisis de carácter existencial) la mujer se sentó en la barra del Café de la Paz, en pleno París. Aquella mañana atendía nada menos que El Pato Morán, un peregrino entrado en años, pasajero del mundo y argentino, experto en la preparación de los más exquisitos cócteles. El Pato hacía dos meses que había recalado en el lugar y en poco tiempo obtuvo la confianza de los encargados del famoso café (cosa rara) tanto que estaba a cargo del segundo turno del día. La mujer era joven, de piel bien canela. No era bella, pero su armoniosa y delgada figura y las facciones de su rostro, iluminado por la luz verde de sus ojos, la hacían atractiva. Vestía de manera informal, pero con delicadeza y buen gusto, atributos que dejan entrever una clase que en ocasiones se traslada al intelecto, a las emociones y al espíritu. Sólo verla le bastó al Pato para decirse que estaba ante otra clase de persona, esas como a él le gustaban. La chica le pidió un Martini seco y mientras se lo preparaba, Morán le tiró una pregunta, a la que siguió un diálogo: -¿Es de París? -Nací en París, viví en París, pero hace un rato, apenas levantarme, decidí que debo irme. Regreso a la tierra de mis padres. Ellos nacieron en Mendoza, Argentina, y cuando jóvenes, por diversas razones, emigraron a Francia, donde tenían familiares. -¡Oh! Usted también... Pero la chica necesitaba hablar, desahogarse, así que ni cuenta se dio de que El Pato ahora empleaba el español. -Me he quedado sola, impensadamente sola. Mis padres murieron el año pasado, de los familiares que tenía aquí ya no queda nadie y lo que es más importante y determinante, mi esposo acaba de decirme, anoche mismo, que está enamorada de otra que, para más datos, resulta ser una amiga a quien, como comprenderá, tampoco ya tengo. Sólo me quedan mis libros y mis recuerdos y, para serle bastante sincera, también cuento con esta pena que me ha llevado a preguntarme: ¿Esta es y será la vida? Morán no era un ilustrado, pero tampoco se había caído de la biblioteca, así que le recordó algo que había leído de Norman Mailer: “Hay una ley de vida, cruel, pero bastante exacta, que afirma que uno debe crecer o, en caso contrario, pagar más por seguir siendo el mismo. Crecer amiga, supone seguir caminando, salvando obstáculos hasta encontrar un camino menos escabroso, no tan empinado. El era un ateo inconquistable, pero creía, por eso mismo y paradójicamente, tener la autoridad moral para recomendar los servicios de Dios, cuyos efectos favorables no desdeñaba para los demás, especialmente si los demás eran “los tristes” como él los llamaba. Un Dios en el que deseaba, detrás de todo, creer, pero que su razón exacerbada se lo impedía. Así que acto seguido le disparó: “Claro, no es bueno andar sólo por el camino de la vida, ese que llaman Dios suele ser una buena compañía”.
—Bueno. La segunda parte de la historia, mañana.
Candi II
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