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 domingo, 27 de mayo de 2007  
Cuatro años
Imponderables de la hegemonía K

Walter Palena / La Capital

Cada vez que el presidente Néstor Kirchner tuvo que retroceder en su iniciativa arrolladora fue por obra de los imponderables; nunca por la acción política de la oposición, que se mostró incapaz durante estos cuatro años de generar siquiera un cosquilleo en el corpus kirchnerista.

El "hombre que vino del sur" ingresó a la Casa Rosada con una premisa liminar: dominar la calle y despejar del ambiente el olor a caucho quemado, una postal dominante que derivó de la hecatombe de 2001 y prosiguió en la gestión de Eduardo Duhalde.

Por imperio de la chequera y el reclutamiento de dirigentes piqueteros, generosamente tarifados en algún despacho gubernamental, el humo negro de las protestas sólo se limitó a grupos cuasi marginales. Todo aderezado con una pátina de dudoso progresismo.

El 24 de marzo de 2004, el clímax de la política oficial sobre los derechos humanos se alcanzó con el acto de traspaso de la ominosa Esma al gobierno de la ciudad de Buenos Aires para que levante allí el Museo de la Memoria. Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto, Juan (el último aparecido), Víctor Heredia, León Gieco y Joan Manuel Serrat (cantantes a sueldo de gobiernos y municipios) participaron junto a Kirchner y Cristina de una ruidosa ceremonia, cuando el sentido común imponía la solemnidad del silencio como mejor homenaje a los torturados y desaparecidos.

Casi al mismo tiempo, un hombre canoso, con la mirada perdida y voz trémula recorría los canales de televisión con la foto de su hijo recientemente asesinado por una banda de secuestradores. Más allá de la utilización que hizo de ese hecho la derecha más rancia, Juan Carlos Blumberg inició una cruzada que culminó con más de 200 mil personas que encendieron con sus velas las inmediaciones de la Plaza de Mayo.

Ese "imponderable" descolocó al gobierno, confundiendo un legítimo reclamo de seguridad con una movida política y denuncias de desestabilización institucional. Por primera vez, Kirchner advirtió que la ciudadanía se podía movilizar por motivos del presente y no por las banderas del pasado, ignominioso por cierto.

Otro hecho impredecible le surgió en tierras mesopotámicas. Casi por un deber moral, Kirchner, quien instaló en su provincia la reelección indefinida, apoyó la misma iniciativa que propulsaba el gobernador Carlos Rovira en su distrito. Apareció entonces la figura de monseñor Joaquín Piña. La oposición, huérfana de ideas y de dirigentes respetables, se colgó de la sotana de ese curita provinciano.

Esa consulta popular en Misiones representó un cachetazo para el gobierno, que se vio involucrado en lo peor de la política rentada y en el tráfico de pobres. Recientemente, en un reportaje radial, Kirchner admitió el error de apoyar a Rovira. Pero en su momento, el silencio de la Rosada se leyó como una derrota, de las pocas que sufriría en sus cuatro años de gestión.

La calle, la ruta, esa obsesión K, volvió otra vez a la escena y a dominarle la agenda. Por impericia o desatención, al gobierno se le abrió un frente de conflicto inesperado con Uruguay. Los ciudadanos de Gualeguaychú, cansados de que sus reclamos no fueran escuchados desde principios de 2003, decidieron en 2005 bloquear los pasos fronterizos. El gobierno, entonces, se vistió de verde y armó un acto ecologista en el corsódromo de Gualeguaychú para anunciar que la Argentina recurriría al tribunal de La Haya. Allí hizo su primera aparición en las filas oficialista el radical Julio Cobos. ¿Fue un acto genuino de preocupación por el medio ambiente o el primer ensayo de la Concertación Plural? La foto del viernes en Mendoza habla por sí sola.
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