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domingo,
25 de
febrero de
2007 |
[Anticipo]
Cuentos de Catalina
Editorial Fundación Ross publica "En el agua del río", libro de relatos de Noemí Ulla. Aquí se ofrece uno de los textos
Noemí Ulla
div align=right>a mi prima Irene Gsponer
Las ciudades habían dejado de iluminarse y aquel antiguo chisporroteo que parecía producirse cuando se las veía desde un avión o con la llegada de los buses en la noche, hacía tiempo que había dejado de verse. Había habido cambios en el planeta y la noche, lentamente, había dejado de existir. Los abuelos desplegaban todo su ingenio para contar a los niños cómo había sido la vida antes, envuelta en el encanto de la transición de la luz. Con la ayuda de la imaginación, los chicos trataban de crearse la oscuridad de un túnel, en el que avanzaban a tientas, para recorrer lo desconocido. Un relato de abuelo superaba a otro, pero Catalina, que así se llamaba la niña más curiosa por conocer la oscuridad, preguntaba a sus padres y a sus abuelos cosas que ellos no se sentían capaces de explicar.
El padre había prometido a Catalina llevarla a alguna de esas regiones donde la noche se iba aclarando lentamente y era posible todavía sentir el velo de la sombra, pero la niña debía esperar a que su padre concretara los arreglos del viaje. Soñaba con ese deslumbramiento: ver la noche.
Entretanto la abuela Beba trataba de entretenerle la espera inventándole juegos que pudieran reemplazar la fuerza de lo oscuro. Así llegaron al del gallo ciego, que la niña desconocía y las risas de Catalina y su hermanito pudieron traspasar lo ignoto de la luz, la sombra. Uno a otro se corrían e intentaban atraparse, pero como Valentín era mucho menor, las piernitas no daban la medida de su hermana en ese desparejo avance y la diversión de correr, caerse, tratando de hacerlo callados, daba mayor realce a la explosión de la risa.
La palabra anochecer casi había desaparecido. Sólo los muy mayores la empleaban de tanto en tanto con un vago recuerdo nostálgico, pero los niños la habían oído y buscaban su sentido en los lugares que les parecían más apropiados. Las iglesias, los cines y los trenes subterráneos eran en su interior aquellos espacios que mejor daban idea de “noche”. Catalina conocía de punta a rabo las iglesias, porque su maestra de catecismo había llevado a las niñas en Semana Santa a hacer el Vía Crucis. También los cines eran para Bautista y Catalina, los primos mayores, aquellos lugares donde la sombra reinaba dándoles la noción de noche. De los primos chiquitos, ni Valentín ni Fermín, a quien llamaban también Caramelito, se preocupaban aún por eso. Para ellos la noche no existía y seguramente no existiría ya cuando crecieran, porque a medida que los niños crecían iban olvidando las palabras con que los mayores se habían entendido. Eso había sido así, de generación en generación. Tal vez los abuelos llegaran, con sus cuentos, a hablarles de la noche, pero eran todavía muy chiquitos y podían comunicarse y entenderse a la perfección sin necesidad de nombrarla.
Los entretenimientos que presentaban las empresas en los grandes parques y en las plazas eran cada vez más variados y lujosos. Aquellos lugares donde el miedo ejercía en los niños tanta inquietud como curiosidad volvieron a ponerse de moda y fue así como el antiguo “tren fantasma” de los abuelos encontró su nueva razón de ser y puso a los niños en la senda de la ansiada oscuridad.
Una de tantas veces la abuela Beba llevó a Catalina al tren fantasma y la niña se comportó con el mismo asombro de la primera vez. Cada tanto, el trencito parecía chocar contra esqueletos amenazantes, pero enseguida desviaba. Catalina daba uno de esos gritos de sorpresa y alivio, que parecía más bien una carcajada. Ese día no había ido con ellas Valentín. La abuela Beba presintió que le daría mucho miedo, en cambio, el miedo de Catalina era un miedo esperado, y por lo tanto, el alivio sucedía de inmediato, sin lágrimas de susto. Así bautizaron muy pronto ese tipo de miedo, para distinguirlo de los otros: había miedos de risa y miedos de llanto. Catalina se entretuvo durante los días siguientes en encontrar distintos tipos de miedo y así jugaron con la abuela primero, y luego con los primos Bautista y Caramelito, a divertirse con los miedos y a burlarse de ellos.
Pero un día Catalina empezó a llorar mientras dormía, y llegó a despertarse a causa del susto. Su padre, que solía trabajar hasta tarde estudiando los diálogos del “enfermo imaginario” para estrenar la pieza de Molière, la despertó enseguida y supo que la niña había soñado con los miedos de llanto. Los padres tardaron un poco en entender las cosas tan extrañas que decía Catalina: que había miedos de llanto capaces de asustar a los niños y miedos de risa, que por el contrario, los divertían. Catalina contó a los padres algo que ellos desconocían, los juegos a los miedos con los primos y la abuela Beba. Los padres se miraron sorprendidos y aliviados, la niña estaba aprendiendo a conocer el mundo.
Cierta vez Caramelito oyó la palabra “noche” en boca de su abuela, quien cantaba un tango que empezaba así : “Afuera es noche y llueve tanto...” Otra vez la oyó en boca de Catalina y la repitió varias veces descubriendo que se parecía a “coche”. La niña no le habló de su significado, dejó que él buscara las rimas y en ese juego pudieron disfrutar un largo rato. La dulzura de Caramelito era tanta que acompañaba con su risa la pronunciación de “noche” y Catalina no pudo menos que recordar por varios días los miedos de llanto y los miedos de risa, ya que algunas palabras también podían trasmitir la risa. Entonces la “noche de risa” se grabó en ella con la hermosa y risueña cara, entre la picardía y la inocencia, de su primo Caramelito.
¿Pero dónde está entonces la “noche de miedo”? pensó la niña y muy pronto, porque tenía reacciones rápidas, decidió que la noche de miedo sólo existía en la cabeza de los adultos. Aunque en ese momento, sin saber por qué razón, llamó “cerebro” a la cabeza de los mayores. Y así reservó la “noche de miedo” para cuando fuera más grande.
Este, con toda seriedad, fue el cuento de sábado que como todos los sábados desde que iba a la escuela, Catalina pudo contarle a su abuela Beba.
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