Año CXXXVII Nº 49394
La Ciudad
Política
Información Gral
El Mundo
Opinión
La Región
Policiales
Cartas de lectores
Mundo digital



suplementos
Ovación
Turismo
Mujer
Economía
Escenario
Señales


suplementos
ediciones anteriores
Turismo 18/02
Mujer 18/02
Economía 18/02
Señales 18/02
Educación 17/02
Autos 28/12
Estilo 16/12

contacto

servicios
Institucional

 domingo, 25 de febrero de 2007  
Para beber: tragos de verano

Estoy tentada de comenzar esta nota diciendo que quizás es un poco tarde para escribir sobre esto porque ya estamos cerca del otoño. La verdad, es que eso no significa que el calor nos vaya a abandonar, así que todavía es tiempo de un buen trago. Y qué puede ser más apropiado para imaginar que el rumor del mar nos acuna, que el ron.

¿Cómo nació esta bebida que se utiliza para preparar tragos que huelen a verano? En su segundo viaje, Colón llevó en las bodegas de sus barcos, entre otras cosas, plantas de caña de azúcar que llegaban a España procedentes de Nueva Guinea, sembradas en suelo cubano parecieron encontrarse tan o más a gusto que en su propia tierra. Al principio ese tallo dulce se consumía como fruta, y para disfrutarlo más los indígenas lo exprimían deleitándose con su jugo, el guarapo.

A comienzos del siglo XVIII se empezó a hablar en Europa de un néctar fermentado que provocaba “extraños efectos en la conducta y el comportamiento de las personas”. Para esa época, el padre Jean Baptiste Labat, observó que “los salvajes, los negros y los pequeños pobladores de la isla” fabricaban una bebida fuerte y brutal a partir del guarapo de caña. Se la llamaba “tafia”. Piratas, corsarios y filibusteros adoptaron esa dura bebida como propia, y se podría decir que la Tafia de los Piratas es la precursora del ron cubano. Pero todavía era un alcohol basto que se utilizaba para cosas tan diversas como desinfectar heridas, curar migrañas, o encontrar valor para enfrentar el combate.

Leyendas como Drake, y Morgan se emborracharon con él en tabernas de nombres tan sutiles como “La rata pedorra” o “El pato cagón”, y se encargaron de difundir sus bondades por el Caribe. En 1819, el derecho a la propiedad privada y el libre comercio incitaron a los cultivadores y azucareros a extender sus cañaverales, y las “roneras” se multiplicaron. Estos predios eran unas construcciones orientadas al sur y con poca ventilación para que el calor intenso garantizara la buena fermentación. Por ese tiempo, Fernando de Arritola, perfeccionó la caldera de cobre con tubos hervidores dispuestos en forma de cuello de cisne dotada de un serpentín por donde salía, a partir de la última melaza de la caña, un aguardiente superior. Era el momento de dejar de lado la tosca guidiva, la fuerte bebida con la que se consolaban los esclavos. Casi simultáneamente Pedro Diago, a quien se considera el padre de los productores cubanos de ron, decidió añejar su aguardiente en unas tinajas de barro enterradas.

Con estos nuevos alambiques se obtenía un aguardiente exento del mal olor del mosto, y del sabor fuerte del jugo sin fermentar. Desde 1796, la corona española, que hasta ese momento gravaba fuertemente la bebida cubana para proteger la producción de los alcoholes peninsulares, no sólo autorizó la exportación sino que obligó a todo dueño de ingenio a instalar un alambique. Las melazas, materia prima del ron, ganaron prestigio y se exportaron en grandes cantidades a España y Estados Unidos.


Ron sin azúcar
Ernest Hemingway, para no dejar de disfrutarlo, cosa que se disponía a hacer porque creía que sufría diabetes, le pidió a don Constante, dueño del famoso bar El Floridita, de La Habana, que creara un Daiquiri especial. El trago consistía en una doble medida de ron pero sin azúcar, así nació el Papa Special. Años más tarde los barmen lo modificarían añadiéndole jugo de naranja y lo inmortalizarían como Hemingway Special. El norteamericano más famoso de la isla solía aparecer a la mañana a tomarse unos Daiquiris, y volvía a la tarde por varios más. El Daiquiri como Papa, como terminó por llamarse el trago, se convirtió en una verdadera fuente de inspiración para el escritor, que a veces hacía que le llenaran un termo con su bebida preferida, de manera de poder disfrutar “el trago del estribo” durante el viaje en limusina que lo llevaba de vuelta a San Francisco de Paula, donde quedaba La Vigía, esa casa tan querida que supo cobijarlo en su estadía isleña.



[email protected]
enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo




  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados