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domingo,
24 de
diciembre de
2006 |
[Nota de tapa] - Pronóstico reservado
El mundo, cada vez más pobre y violento
La radicalización religiosa Y el hambre y miseria extremas de millones de personas se conjugan en una espiral de violencia que se afianza en los primeros años del nuevo siglo
Jorge Levit / La Capital
A medida que transcurre la primera década del nuevo siglo, los problemas globales que ya asomaban en la anterior centuria parecen instalados y afianzados definitivamente. El planeta está absolutamente interconectado por la tecnología y las comunicaciones pero tiene inveteradas dificultades para resolver conflictos políticos y sociales, no puede acabar con la miseria y el hambre de millones de sus habitantes ni detener guerras u ocupaciones militares que causan todos los días decenas de muertes.
La globalización sacó del ostracismo a muchas naciones del mundo pero no mejoró la vida de millones de asiáticos, africanos o latinoamericanos que subsisten recogiendo las sobras de los privilegiados del sistema. La economía mundial está en franca expansión desde hace varios años y crecimientos económicos de más de cinco puntos del producto bruto interno no son nada raros de encontrar alrededor del globo. China, India y Rusia emergen como las potencias del siglo XXI y sus dos mil quinientos millones de habitantes, en conjunto, requieren cada vez más alimentos. Ese empuje impresionante de la demanda de productos en el mercado mundial explica parte del fenómeno del "veranito" de los países agroexportadores, como la Argentina, que se benefician de los excelentes precios internacionales de los cereales.
Interrogantes
Pero, ¿por qué un mundo en franco crecimiento económico, aunque más débil este año, y con millones de nuevos consumidores que se suman al mercado no puede revertir desigualdades sociales que se mantienen intactas a través de la historia moderna?
Las respuestas y diversas opiniones sobre este interrogante ocuparían una biblioteca entera, pero la realidad indica que ningún modelo político y económico ha podido modificar que la expectativa de vida en algunas partes del planeta llegue a 82 años, como en Japón, y en otras sólo a 36 años, como en Zimbabwe. Que la obesidad se haya convertido en una enfermedad en los países desarrollados mientras que la desnutrición sea el rasgo saliente de las naciones del Africa subsahariana. Que la epidemia de sida esté medianamente bajo control y con tratamientos adecuados en el hemisferio norte pero en expansión en vastas regiones del sur del planeta. O que apenas un puñado de personas o instituciones compitan en las revistas internacionales de economía en el ránking de millonarios, mientras que miles y miles de personas alrededor del globo vivan con menos de dos dólares por día, la línea de pobreza que fija internacionalmente el Banco Mundial.
Círculo vicioso
A principios de este año esa institución financiera, con sede en Washington, publicó un interesante informe que tituló: "Poverty reduction and growth: virtuous and vicious circles (Reducción de la pobreza y crecimiento: círculos virtuosos y viciosos)". Allí se indica que América latina sigue siendo una de las zonas más desiguales del mundo, donde una cuarta parte de la población es pobre y que la propia pobreza impide a los países alcanzar tasas de crecimiento elevadas.
¿Por qué? Los economistas de Banco Mundial lo explican así: "Esta situación se debe a que los pobres, quienes por lo general carecen de acceso a créditos y seguros, no están en posición de emprender muchas de las actividades rentables que desencadenan la inversión y el crecimiento, lo que produce un círculo vicioso en el que el bajo nivel de crecimiento deriva en un alto nivel de pobreza y este último deriva a su vez en un bajo nivel de crecimiento". Una explicación que hay que leer dos veces para entenderla pero que anuncia un problema serio del capitalismo en las naciones no desarrolladas y en donde con frecuencia la anodina política doméstica y la corrupción tienen mucho que ver con la imposibilidad de salir de ese atolladero.
El economista norteamericano y premio Nobel James Tobin propuso hace más de 30 años gravar con un 0,5 por ciento las transacciones internaciones de divisas para evitar fluctuaciones en el tipo de cambio que afectan mayormente a los países pobres y así disuadir a los especuladores financieros. Los movimientos opuestos a la globalización han tomado esa idea y proponen distribuir -no fue iniciativa de Tobin, fallecido en 2002, pero no la rechazó- la recaudación del impuesto en planes de desarrollo internacionales. El fondo que se podría constituir podría ser multimillonario, pero hasta el momento el mundo financiero mundial no lo ha aceptado.
Pero terminar con las desigualdades no se consigue sólo con una mejor distribución de la riqueza. El poder político de cada país juega un rol decisivo. En las naciones con dificultades de desarrollo social y económico casi siempre se repiten las mismas variables: corrupción estructural, nepotismo, luchas armadas o políticas crónicas, niveles educativos bajos y una estrecha vinculación entre la religión y el Estado. Si no sería imposible explicar por qué en la mayoría de las naciones petroleras del Medio Oriente, por ejemplo, la calidad de vida de la gente es paupérrima. No hay que viajar tan lejos para observar el mismo fenómeno: Venezuela, gran productor mundial de crudo, tiene vastos sectores de la población en la indigencia pese a los discursos populistas de Hugo Chávez, quien acaba de comenzar su segundo mandato y se supone que ya ha tenido tiempo suficiente para revertir aunque sea en parte esa situación.
En la Argentina, por ejemplo, la renta financiera no paga impuestos. Pero sí lo hacen simples asalariados docentes, profesionales o empleados de distintos rubros de la economía que superan un monto fijado arbitrariamente como umbral de un supuesto bienestar o riqueza.
Economía global
Las economías de los países se mueven al compás de los fenómenos internacionales y a las decisiones políticas de sus dirigentes. Por eso, el desastre de la guerra en Irak que ha causado este año la suba del precio internacional del petróleo a valores nunca vistos, tiene gran repercusión en naciones ubicadas a miles y miles de kilómetros. También cuando el anacrónico régimen norcoreano, que tiene dificultades para alimentar a su población pero utiliza recursos en tecnología nuclear, amenaza con desatar un conflicto de magnitud, los mercados financieros tambalean y las tasas de interés para los países pobres que pagan deuda se tornan inestables. Cuando la Reserva Federal de Estados Unidos, por ejemplo, sube la tasa de referencia, cada pequeña fluctuación significa varios millones de dólares más a pagar por los países pobres. Eso resulta en menos dinero disponible para los presupuestos nacionales en salud y educación.
La economía mundial ha iniciado un camino de desaceleración después de varios años de crecimiento sostenido. Si esta tendencia se afianza, los menos beneficiados del sistema serán los primeros en pagar las consecuencias. Pero los líderes mundiales tampoco contribuyeron a que el reparto de los beneficios del buen momento de crecimiento que parece terminar haya sido racional.
Estados Unidos, motor de la economía internacional, deberá soportar seguir gobernada hasta fines de 2008 por George W. Bush. Cuando los demócratas vuelvan, casi con seguridad, a la Casa Blanca, terminará uno de los peores gobiernos del país del norte en mucho tiempo. La aventura en Irak, el costo diario de víctimas de una guerra civil no declarada y la convulsión en toda la región no le saldrán gratis a nadie en este planeta.
En Medio Oriente, tras una guerra en Líbano que no sirvió para otra cosa que aumentar el odio y que costó la muerte de civiles israelíes y libaneses, el clima no es el mejor. Precisamente en el Líbano, el grupo Hezbolá, financiado por Irán, pone en riesgo la siempre frágil convivencia de los distintos sectores y por su ambición de poder empuja al país a un camino sin retorno que hacen recordar los terribles tiempos de la guerra civil.
En la Autoridad Nacional Palestina, la persistente negativa de Hamás de reconocer al Estado de Israel su derecho a la existencia y las numerosas incursiones hebreas en la franja de Gaza no despejan el camino hacia un entendimiento definitivo pese a la actual frágil tregua. Misiles caseros que vuelan sobre ciudades de Israel y operaciones militares como respuesta -equivocadas en el blanco o no- que matan civiles inocentes palestinos ahondan un odio que no tiene fin y que se traslada de generación en generación. Además, el enfrentamiento interno de las dos principales facciones palestinas profundiza la crisis.
Crece el fundamentalismo
El avance mundial del fundamentalismo islámico a partir de la revolución iraní del ayatolá Khomeini, en 1979, está en pleno desarrollo. Y los líderes de los países centrales y con poder económico no encuentran la manera de atemperarlo.
El actual presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, por ejemplo, pretende liderar el proceso y convertirse en una especie de Saladino moderno, aunque su origen sea persa y no árabe. Tiene un discurso muy hábil: amenaza a Occidente con el desarrollo de armas nucleares y azuza en Oriente un antisemitismo visceral que encuentra fácil propagación por el crónico conflicto árabe israelí. Hace un par de semanas y para provocar la reacción occidental, Irán organizó un seminario internacional para debatir sobre la "veracidad" del holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. Como muestra de lo patético del encuentro, entre los asistentes había ex dirigentes del Ku Klux Klan norteamericano.
El gobierno alemán, principal interesado en la cuestión, condenó la reunión pseudocientífica. Es que la repulsa contra los ejecutores del plan siniestro que industrializó la muerte de millones de judíos, gitanos, rusos, polacos y que eliminó con un programa de eutanasia a unos setenta mil niños y adultos alemanes con deficiencias mentales o físicas, es unánime. Los propios alemanes se encargan de mostrar lo que hicieron sus mayores más de 60 años atrás. Basta con recorrer las calles, museos, prisiones o campos de concentración en Berlín para ver la historia por dentro. No hace falta reunir en Teherán a tanta escoria que pretende negar lo innegable, entre ella a un grupo de delirantes rabinos de la secta Neturei Karta que avala a Irán en su deseo de borrar del mapa a Israel.
Además, el reciente reconocimiento del primer ministro israelí Ehud Olmert, por primera vez desde la creación del Estado hebreo, de que su país cuenta con armas nucleares no hizo más que elevar la temperatura en la región. Siempre fue un secreto a voces que Israel era la única potencia nuclear en la zona pero ahora el exabrupto del sucesor de Sharon le ha dado a Irán una nueva excusa para justificar su desarrollo atómico.
Religión y hambre
El conflicto político y religioso global está concentrado en esa región del globo pero por primera vez y a partir del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York afecta y se manifiesta en toda su extensión.
Otro núcleo explosivo, tan peligroso como el anterior, se desencadena por los millones de personas que quieren dejar la miseria y el atraso tribal en Africa e "invaden" Europa desde el sur para sobrevivir a la injusticia de un mundo desigual. La floreciente Unión Europea tiene fronteras permeables y eso genera el surgimiento de grupos xenófobos que crecen peligrosamente cada vez más.
La religión opera, en general, como un factor anestésico entre los habitantes de los países gobernados por teocracias o con fuerte presencia religiosa en la vida política. Allí, el reclamo de mejores condiciones de vida está oculto bajo el paraguas protector del misticismo y la fe en lo divino.
El hambre que padecen unos 820 millones de personas en el mundo, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, es una mancha vergonzosa para la humanidad y sus dirigentes. El organismo internacional alertó que no se están cumpliendo los objetivos de la Cumbre Mundial de la Alimentación, celebrada en Roma en 1996, y ratificada por la Cumbre del Milenio en 2000. En esos dos cónclaves se acordó reducir a la mitad, para 2015, la cantidad de hambrientos y desnutridos alrededor de la Tierra. Lejos de esa promesa, cuatro millones de personas se suman todos los años al grupo de los subalimentados.
El panorama no podría ser peor: la religiosidad radical extrema avanza a la par de la miseria y el hambre mientras los líderes de las potencias desarrolladas no parecen encontrar otras soluciones que la de las armas o invasiones militares. El planeta se está transformando poco a poco en un lugar difícil de habitar y no sólo por la contaminación que causa bruscos cambios en el clima. Es el propio ser humano que no encuentra la manera de terminar con la ignominia de un abismo desigual entre países pobres y ricos. Son síntomas crónicos de una enfermedad que ponen en peligro la paz y seguridad global por los próximos cincuenta años.
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Cóctel. Los sistemas políticos extremos abonan la miseria y la conflictividad en el mundo. Un círculo vicioso difícil de romper.
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