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 domingo, 03 de septiembre de 2006  
candi
Charlas en el Café del Bajo
-A veces llegamos tarde, demasiado tarde. A veces el tiempo se va y con él se van aquellas cosas que hubiéramos querido crear para obsequiar. El tiempo se lleva consigo los pensamientos, las palabras, los gestos, las miradas y las muestras del más sublime afecto que, pudiendo ser, jamás tuvieron la oportunidad de haber nacido. Suele suceder que cuando al fin nos disponemos a dar vida a tales cosas, a insuflarlas para que al fin sean, cuando al fin nos decidimos a abrir la puerta del tiempo para crearlas y cederlas para la felicidad de otra persona, el tiempo nos dice que ya no, que ya es tarde. Es entonces cuando casi es imposible abrir la puerta y, si se abre, uno se queda apenado, entristecido, porque después del vano, del hueco por donde la mirada se asoma a la otra vida, en realidad no hay vida. Sólo hay nada, eternamente nada.

-Esta columna es una suerte de homenaje póstumo que queremos brindar, con Candi, a una persona que acaba de partir. Pero es también un testimonio, una forma de decir, amigos nuestros, que a las puertas hay que abrirlas mientras el tiempo está junto a nosotros. Es una manera de decir que para una palabra, para sentir y demostrar el sentimiento, el tiempo es hoy, ahora mismo, no dentro de cinco minutos o mañana.

-Hace algunos días, parado en la esquina de las calles San Luis y Sarmiento, recordé que era el Día del Amigo y aun cuando no soy propenso a esos festejos, me pareció oportuno y justo saludar a un amigo que siempre me ha demostrado su cordialidad y disposición para conmigo. Marqué los números de su celular y al atender noté su voz quebrada, entristecida: "Tengo una mala noticia para darte -me dijo-. Humberto, nuestro amigo en común está enfermo, gravemente enfermo y viajo a Buenos Aires, donde está internado, para verlo". La noticia me impactó, me desconcertó hasta turbarme. Pasaron unos días y no atreví a llamar al común amigo. No sé si por cobardía ante la necesidad de tener que decir sin saber qué decir, o por temor a enfrentar la realidad irremisible.

-Al cabo de unos días, nos enteramos de que su salud, aun cuando poco, mejoraba, había esperanzas. Entonces con Candi planeamos visitarlo en Buenos Aires.

-De hecho, mientras el lector lea la columna de este domingo, nosotros muy probablemente estaremos a bordo de un colectivo rumbo a la Capital por razones de trabajo. Sin embargo, y como lo habíamos pensado, no podremos visitar a nuestro amigo.

-Implacable, impiadosa, otra vez la línea telefónica hace unas horas nos envió una mala noticia, fatal, definitiva. La voz del otro lado sólo dijo: "Humberto ha muerto esta mañana".

-De modo tal que al abrir la puerta de la oportunidad, nos quedamos con la culpa y con la pena de haber llegado tarde, demasiado tarde.

-Ahora, lo único que podemos hacer es recordarlo. Como juez, fue un juez de cámaras brillante, un talento del derecho, una inteligencia indubitable, un ser pensante. El mismo que, no hace mucho tiempo, nos dijo que "se observa en el mundo un alejamiento del hombre de todo lo que sea espiritualidad"; el mismo que conociendo que todo ser humano es falible, cuestionaba la hipocresía y la soberbia de aquellos que, de manera atrevida y soberbia, se constituyen, arrogantes, en ofensores de Dios al mantener en sus manos la piedra, para arrojarla sin contemplación, las más de la veces, contra la persona equivocada. No habremos de caer en el lugar común, "en el discurso de rigor", a veces adornado con mentiras porque así lo sugieren el protocolo, las formalidades o la repudiable hipocresía. De manera que de lado dejaremos las grandilocuencias, que suelen aparecer por compromiso después del último suspiro. Sólo diremos que ahora que ha sucedido lo tremendo, lo irreparable, nos ha quedado un vacío. Un vacío no sólo por el amigo que ha partido, sino por esa charla final que pudiendo haber sido ahora es apenas un deseo afligido.

-Ha muerto, el juez, el talento, el amigo. Ha muerto Humberto Giménez.

-En la Sala Dos, de la Cámara de Apelaciones de Rosario se ha producido un vacío. En el que fue su despacho, imagino que hay una falta de contenido de todas las cosas o, mejor dicho, todas las cosas están llenas de nostalgia. La misma que nos arremete al recordarlo. Para el amigo, este homenaje sincero que va, no obstante, con la certeza imperdonable de que llegamos tarde, demasiado tarde para la última charla, esa que nos hubiera enriquecido tanto.

Candi II

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