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domingo,
27 de
agosto de
2006 |
Interiores: arraigo
Jorge Besso
El verdadero lugar donde vivimos es en el arraigo. Se podría pensar que es el mejor hábitat para el ser humano, tan complejo como es a la hora de habitar este mundo al cual somos arrojados precisamente sin arraigo incorporado. Así venimos de fábrica. Apenas sobrepasamos con nuestra mirada las innumerables versiones almibaradas de la concepción y los nacimientos, podremos ver que ni siquiera disponemos de un opcional a lo que traemos de fábrica que nos permita prendernos con seguridad a la existencia.
Está claro que el primer arraigo del recién nacido es la madre, de la cual forma parte, y esa primer estancia en este mundo dará las primeras claves de la existencia. Es que ese recién llegado, según la feliz expresión del psicoanalista Alejandro Ariel, más que arribar a este mundo aterriza en el mundo de la madre que además de recibirlo en el amor y con amor, también lo recepta con sus temores, fantasías, humores y dolores, esperanzas e ilusiones. Si el aterrizaje es más o menos completo también habrá un padre, que es quien en algún momento contribuirá a que despegue del mundo de la madre para ir transformándose en un recién nacido, es decir un recién nacido a su propio mundo que es lo que lo arraigará a aquel que comparte con los demás.
La cosa parece compleja y verdaderamente lo es si se piensa todo el tiempo que le lleva a un humano independizarse (en varios sentidos) de quienes lo traen al mundo, un mundo, por otra parte, cada vez más confortable y más desigual para tantos otros a los que ese recién nacido, con toda probabilidad, ni llegue a conocer, o a lo sumo quizás los podrá ver de lejos. Es decir que el mundo del que todos hablan y en el que casi todo el mundo habla, está compuesto por varios e innumerables mundos. Pero además por las constantes altas y bajas que se van produciendo, haciendo vano el sueño de cualquier estadística de saber cuántos hay aquí ocupando la vida o allá ocupando la muerte, a partir de la imposibilidad de un censo que lograra un conteo al instante, lo que al mismo tiempo muestra que la realidad es inasible hasta en su aspecto más cuantitativo y elemental de saber en realidad cuántos somos.
Con toda evidencia el arraigo tiene que ver con raíces tan presentes que hasta se escuchan en la sonoridad de la palabra, con relación a las cuales lo que podemos decir es que son raíces en una doble dimensión:
Lo que nos agarra, es decir lo que nos prende a la existencia.
Nuestras raíces, es decir nuestra historia.
Que las raíces resulten una metáfora tan útil y clara para describir y analizar la relación de los humanos con sus respectivas existencias es algo que en sí mismo merece algún comentario. Sin lugar a dudas esta metáfora vegetal es más que ilustrativa a la hora de saber si alguien está bien plantado en esta vida de forma de poder aprovechar los buenos momentos, los períodos intrascendentes y una cuestión más que fundamental, poder soportar las tormentas o las turbulencias de la existencia sin que los malos vientos nos lleven a cualquier sitio.
Puedo comparar que en nuestro rodaje por los caminos del Señor, o los caminos del diablo, no tenemos la posibilidad que tienen a mano en el mundo tan top los Fórmula Uno. Donde esos súper autos relucientes y fantásticos disponen de neumáticos para lluvia o para tiempo seco, y hasta intermedios, que ponen y cambian en un instante según la ocasión. Además, son cuidados tan primorosamente mientras no ruedan que los envuelven en una capucha térmica de la que son despojados antes de contactar con el piso que los va destrozar. Muy por el contrario, nuestro agarre en la vida viene a ser con una especie de todo terreno el que, por otra parte, no se puede cambiar ni rotar.
El otro lado de la metáfora vegetal de las raíces remite en forma bastante directa a la historia, en los múltiples vericuetos que tiene el supuesto tiempo pasado para cada uno. A medida que pasan los años en la existencia de los circulantes del planeta (en el maltratado planeta) el pasado de todos se va alargando y hasta quizás también se va ensanchando, pero siempre habrá uno entre los variados pasados que sobresale por encima de los demás, con una presencia atemporal que le da una realidad muy especial: buena o mala, y hasta mala y buena, pero nunca gris (la infancia es la sede de nuestro arraigo). La raíz de las raíces que nos permite saborear la vida, ya que de no ser así la cosa es más que complicada. Así como ciertos temores, tal vez con mínimas variaciones, que acompañan al sujeto toda la vida fueron incubados en la infancia, del mismo modo el apego por las cosas, texturas, olores y sabores se tejen en ese tiempo intemporal que es la infancia instalando en el modo particular de cada cual a cada uno en la existencia.
Cabría preguntarse acaso si la locura no es una forma de desarraigo, en el sentido de que muchas veces termina por arraigar al sujeto en los (en definitiva) estrechos límites de alguna de las locuras en que suelen quedar encerrados los humanos. Desarraigados y viviendo en su propio ser. En ocasiones, sin que haga falta encerrar a alguien en ninguno de los lugares de encierro. Llegados a este punto es bueno recordar el viejo dicho que con relación a los locos y la locura dice aquello de que ni son todos los que están, ni están todos los que son. Es decir que la sentencia popular es portadora de una mensaje muy nítido con relación a las débiles fronteras entre lo normal y lo patológico. Pero mucho más interesante es escuchar en este dicho que la locura es imposible de encerrar. En cambio sí es posible que la locura encierre.
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