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domingo,
05 de
marzo de
2006 |
Interiores: pupilas
Jorge Besso
El colegio de las monjas de San Jorge era conocido como el colegio de las hermanas y era hasta mediados de los cincuenta un colegio mixto. Razón por la cual el gran patio se dividía en dos por una línea que no estaba trazada en el piso, es decir una línea virtual pero infranqueable, de un lado para las niñas y del otro para los varones. Cada sexo en su terreno aun compartiendo el mismo lugar, y sin embargo cada cual en el sitio correspondiente.
Cada tanto algún varoncito atravesaba la frontera, por descuido o por atrevido, pero en cualquier caso era puesto en penitencia, por lo general condenado a quedar de pie junto a un árbol, sin moverse, sin mover sobre todo las manos, siempre tan peligrosas, haciendo por tanto de planta humana o el ridículo, que para el caso es lo mismo.
Un plato aparte (si se me permite) eran las pupilas: ellas eran las niñas de otros pueblos que vivían en el colegio, lo que las hacía distintas. Se arropaban con un delantal de otro color, un gris un tanto azulado (en mi recuerdo seguramente distorsionado), entraban al aula unos minutos después que el resto y se iban también todas juntas. Lo mismo en la misa de los domingos. La comunicación con las pupilas era mínima o más bien nula, no obstante recuerdo mandarnos unas cartitas con una de ellas, una niña de San Martín de las Escobas, muy hermosa, lo que configuraba obviamente una "correspondencia" súper secreta.
Las buenas familias tenían a sus hijas pupilas, es decir en un coto religioso, con educación y protección asegurada. Las buenas familias enviaban a sus varones al Liceo, lo que aseguraba una educación recta y masculina. Las demás tenían que esperar al Servicio Militar para que los varoncitos se hicieran hombres según la mitología de la época. En cuanto a las niñitas había que esperar y rogar a que se casaran.
En vísperas de la primera comunión una monja nos preparaba para el solemne encuentro con Dios. En una de esas lides, la monja a cargo de la jornada educativa, se despachó con una anécdota real: a un chico en las mismas vísperas que nosotros, justamente en la noche previa, cuyo ayuno más que obligatorio comenzaba a las 12 de la noche, le sobreviene un furibundo ataque de hambre. Sus padres consentidores le comienzan a dar comida sin límites, es decir sin los límites que no se podía poner el hambriento a sí mismo.
Cautivados en y por el relato, la monja nos iba descargando en el aula los jamones, las carnes, las pastas y los postres que el pecador se iba devorando. Desde luego a esas alturas ya estaban en la madrugada, hacía ya más de dos o tres horas que habían pasado de la frontera de las 12 de la noche, es decir de la frontera entre el bien y el mal. Los padres consentidores, sin demasiadas preocupaciones de estar engendrando quizás un obeso, y con toda probabilidad un pecador crónico, empujaron al niño a que se fuera a dormir tranquilo, y que igualmente algunas horas después tomara su primera comunión.
El infante complacido durmió, por lo que parece sin ninguna indigestión, para luego en la iglesia, en la magna ceremonia, esperar arrodillado la primera hostia. Su sorpresa fue mayúscula, pero más aún lo fue su pánico, cuando al entrar la hostia en la boca, ésta se le llenó de sangre. Moraleja: la voracidad se castiga con pánico y la culpa será la sangre que correrá por las venas del alma.
¿Y las pupilas? Seguramente también habrán escuchado la historia, pues eran parte del escenario del colegio. En realidad habría que decir que éste era en cierta manera el escenario social de la primera mitad del siglo pasado: las mujeres estaban de alguna manera pupilas, es decir sujetas al pupilaje, y los hombres sujetos a sus apetencias como el infante del relato que pasa de la gula al terror gótico.
Conviene recordar que pupilaje es el estado de aquel que está sujeto a la voluntad del otro porque le da de comer. El tejido social se asentaba en una falsa reciprocidad: el hombre le daba de comer a la mujer (en el sentido de que la mantenía) y la mujer le daba de comer (ya que le hacía la comida y le compraba la ropa). Naturalmente que hoy también hay muchas casas que se ordenan así. Pero hoy por hoy las casas y los casos presentan muchas variaciones.
Las mujeres ya no son, ni están pupilas. Al menos no lo son por definición y al menos no lo son en ciertos sectores de un planeta que sigue siendo redondo, pero no global, en tanto y en cuanto el mundo está cada vez más lejos de incluir a todos por igual, y las mujeres no son precisamente la excepción.
Es más o menos inevitable la asociación de las pupilas con la pupila, es decir la parte del ojo, más precisamente del iris, que es la que da paso a la luz. Nada más difícil que lograr la luz. Sobre todo una luz que no sea divina, que de esa hay muchos pregoneros y demás especímenes. Más bien una luz propia, del intelecto y del entendimiento de cada cual, que trate de enfocar, en lo que nos ocupa estos días, ¿cuál es el lugar de la mujer hoy?
La primera luz debe dirigirse a la propia pregunta: no hay, al menos no debe haber, un lugar para la mujer. Si es sólo uno el lugar, es inevitable que sea atrás. La segunda luz debiera dirigirse a otra pregunta enfocada a la investigación y la reflexión: ¿los cambios (siempre incompletos) en el estatus de la mujer, posibilitan, o posibilitarán cambios en el amor?
Cuestión difícil. Pero ciertas desmesuras en las pasiones de hoy nos abren un alerta urgente: aquí y en otros países muchas mujeres en lugar de ser pupilas son "el blanco" de un "ex", en la locura de recurrir a la muerte antes de tener que aceptar la desposesión. Y este mundo está poblado de desmesuras, de las cuales las mayores son la posesión y las posesiones.
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