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 domingo, 02 de octubre de 2005  
Islas Feroe, centro del dominio vikingo
Un archipiélago de 18 islotes pertenecientes a Dinamarca cobijan las huellas de los amos del mar

Daniel Molini

Las islas Feroe, plurales a pesar de su nombre singular, están situadas en el inmenso norte, en un lugar donde las aguas -entre Escocia e Islandia- parecen entreverarse con hielos y las noches se acortan o alargan según el capricho de las estaciones.

De las 18 islas que componen el archipiélago, 17 figuran en los mapas a modo de pequeños referentes geográficos como peñascos prácticamente deshabitados que conforman un territorio pequeño, donde todo aquello que no sea ola o marea tiene ambición de costa.

Tórshavn, la capital, se alza en la isla de Streymoy y está poblada por más de un tercio de la población de feroenses, que no llega a 50.000 habitantes. Los isleños tienen muchas cosas, y de todas ellas presumen: historia vikinga, paisajes, su propia moneda, idioma, tradiciones y la fama que tienen de buenos pescadores.

Quizás para no perder todo aquello de lo que presumen, o para enriquecerlo, desarrollan sus propios estatutos y normas políticas a pesar de pertenecer a Dinamarca, de tal modo efectúan intercambios con euros o dinero local, tienen su propia bandera, parlamento y no están integrados a la Unión Europea.

"Estas islas estaban en el centro de los dominios vikingos", cuenta el taxista que nos lleva a recorrerlas. Todavía hoy podemos ver huellas de aquel poderío, cuando esos navegantes controlaban el Atlántico Norte.

No hacen falta grandes despliegues turísticos para visitar Streymoy y su capital. A pie de muelle, si uno llega por barco, o al ladito mismo de donde se recogen las maletas, si uno lo hace en avión, estará esperando alguien con intenciones de mostrarla.

El curioso termina aprendiendo a fuerza de explicaciones. Que los primeros ocupantes fueron monjes irlandeses que huían de alguna de las escabechinas que organizamos los humanos, y que luego llegaron los vikingos con sus pieles y sus naves, sus costumbres y dioses, como aquel Thor poderoso de martillo temible y justiciero.

Probablemente Tórshavn se llame así gracias a él, porque la palabra havn, en feroés, significa puerto: el puerto del dios Thor, punto de encuentro y referencia de precursores, marinos y pescadores, hoy una de las capitales más pequeña del mundo.

Todo esto cuentan los nativos y la ilustración se convierte en asombro cuando la naturaleza parece abrirse con el objeto de abrazar villas y poblados minúsculos, donde las rocas intiman con tierras, verdes y maderas.

Decir Feroe es decir montañas, llanuras apretadas, fiordos laberínticos y nombrar un sitio donde el agua tiene un protagonismo especial. Agua en forma de lluvia, indecisa, intermitente, rabiosa o amable, que se marcha sin avisar y regresa en el momento más insospechado, o en forma de nacientes y cascadas, que oradan y trazan surcos en su camino hacia el mar.

La niebla y el viento terminan de conformar un paisaje donde el basalto le da la mano al reino vegetal, muy presente, porque aunque no se vean árboles, en la isla todo es verde.

Sesenta mil ovejas, conviviendo con la población, deambulan tranquilas en caminos, laderas y ciudades, y lo hacen sin complejos, como si supiesen que están protegidas por una ley que obliga a quien las atropelle o les haga algún daño, a indemnizar al propietario. Ovejas, cabras y vacas, todas en libertad, pastando en lugares imposibles, sobre todo estas últimas, comportándose como si estuviesen contagiadas de sus primas en la escala zoológica.


Convivencia armoniosa
La singularidad se extiende por poblaciones con nombres repletos de K: Kaldbak, Koliafjordur, Kvivik..., asentadas en costas agrestes, irregulares, cortadas a pico, y donde a pesar de la bruma pueden identificarse casas antiguas, las mismas que han sido ocupadas por 40 generaciones de la misma familia.

Los techos de las casas, todos a dos aguas, mantienen el tono vegetal, haciendo bueno que si lo verde es recomendable para las montañas también tendrá que serlo para las casas.

Turba y césped mantienen resguardados a los lugareños de un clima exigente, aun en verano.

Las iglesias protestantes completan un panorama urbanístico donde nadie se eleva demasiado, para no romper una armonía que se conserva desde hace siglos.

En el Centro de Visitantes de Tórshavn leo: "Islas Feroe: un lugar para descubrir. Escuche el silencio, deténgase en el tiempo, respire, vibre con el aire puro, vea la luz". El eslogan parece hacerse verdad cuando al levantar la vista uno encuentra, a corta distancia de la capital, animales sueltos o la ausencia de prisas y de vehículos, la quietud de las calles y se sumerge en una paz que consigue invadirlo todo.

Incluso los dos hoteles abiertos a la modernidad logran enfrentarse de una forma distinta a las rutinas de los servicios. A partir de las cinco -el horario de verano concluye a las cuatro- la vida se traslada a los hogares. Fuera se quedan los visitantes y los símbolos, como las esculturas en homenaje al escritor más difundido: William Heinesen, quien a principios del siglo pasado, desde el ático del almacén de su padre, imaginaba los techos de hierbas de Tórshavn como paraísos habitados por criaturas prodigiosas.

Tarira, una joven preciosa de bronce, mitad encanto mitad gracia, se muestra satisfecha de ser el ícono de un lugar donde las casas se resguardan con vida, donde los chicos circulan en bicicleta protegidos con cascos, donde viven millones y millones de pájaros y sus habitantes tienen un elevado respeto por el entorno.
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El diseño urbano respeta las líneas bajas de edificación.


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