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 domingo, 02 de octubre de 2005  
[Lecturas]
Demasiado humano

Concepción Bertone

Para este mundo meramente humano que permanece ajeno al misterio de la poesía y abierto a las vías más rápidas que lo deshumanizan. Para estos días del mundo que habitamos con ajenidad, como si no fuera nuestra casa ni las cosas del mundo fueran nuestras, como si no pudiéramos aprender a ser lo que fuimos alguna vez, está escrito este libro de poemas de Adriana Borga (Rosario, 1961). No sólo basta con leerlo, hay que leerse en él, dejarse entrar a lo llano y sin reservas.

Abrir este libro y leerlo requiere dejarse llevar por esa mirada del animal, animada a mirar como miran los animales para quienes "el ser es sin fin, sin contorno y sin mirada sobre sí mismo". Ese sí mismo donde nos perdemos en nuestras contingencias, en lo ajeno que nos mira, en las vueltas de la vida que giran sobre el mismo tema porque nos condena a encerrarnos para no sentirnos atrapados en esa realidad. En ese "siempre es el mundo y nunca una ninguna parte sin no". Allí donde el animal siente el pesar de lo que nos pasa y lo asume como suyo.

Pocos humanos asumen el sentimiento de ese ser que no sabe que siente ni que posee, que es valiente porque no sabe que se puede ser cobarde o viceversa, que no sabe si es tarde o es temprano sino que es el momento para hacer lo que aprendió fracasando sin sentirse fracasado porque nos ve en blanco y negro o en los matices del gris. Pero su mirada es más clara y más profunda que nuestra mirada. Hablo de la mirada de Adriana Borga, que puede distinguir todos los matices de los colores en los matices del gris. Sin extremos. Amorosamente, en el espacio abierto de cada poema, riela como la luz de la luna en el agua, las faces de la luz de la luna en el agua de un charco, de un "hilito de agua del riachuelo que le empapa los labios". Porque "No hay nada, donde no hay agua". Y ella sigue ese hilo fluvial porque tiene sed. Se sacia en la necesidad de la búsqueda del camino. Se satisface en la gracia de la creación, que la crea y la recrea en su destino de camino y caminante. "Un cordial espejismo que ¿será el amor?"

Pero amar es siempre la necesidad de otro u otra que corresponda a ese amor, es estar con ese otro u otra, estar con su presencia para reflejarse como la luna en el sol, brillar con esa luz otra, volver a ser un sí misma en lo amado. Su búsqueda del amor que se pregunta ante el espejismo: ¿será el amor?, es la respuesta a su esencia humana habitada por la animalidad que comprende, porque ella abarca lo abierto y todo espejismo, como sólo realidad figurada, no refleja nada cuando se está ante él.

De pronto no la veo amante ante un espejo que le devuelva su imagen sino ante lo diferente que ella vuelve su igual. La gente que no se le parece, los gatos, los perros, las plantas, los árboles, las cañas, el viento que las hace cantar, o sus manos de artesana que las vuelve humanas y hermanas de ella y de nosotros, cuando leemos estos poemas : "Tu lágrima vuelve a la fuente/ y un niño bebe/ y un pájaro bebe/ y tú miras con asombro/ esa maravilla casi invisible/ beben la imagen/ de un recuerdo cristalino/ sin saber: la inocencia./ /La inocencia alimenta."

Aquí como en cada poema del libro, está el cuerpo de la poeta que busca el cielo, y el celo con el que escoge cada palabra, cada imagen, cada herramienta poética para construir este panal. Las retículas de su vida de obrera, las primaveras sufridas para hacer esta miel con la sustancia del sufrimiento. La constancia de ser lo que se es, su propia esencia. El poetizar que edifica la esencia del habitar en la tierra y en el poema, como dice Heidegger.

Pero Adriana Borga no sabe o no piensa que se mide con la divinidad cuando buscando el cielo encuentra el brillo de su altura y escribe lo oscuro y lo claro de esa amplitud, sin medida o con ella. Como no saben las abejas los años que les llevará construir su techo pero sí conocen la topografía del lugar que eligieron para edificarlo. El material, la materia pura con que lo hicieron. La inocencia no duda. No teme ser auténtica y ver la belleza, la amable alma de las cosas eternas: la mariposa que se posa en uno de sus poemas no es efímera porque ella la escribe, no es efímera porque la poeta sabe que la mariposa deja su tatuaje en una hoja y queda grabada en la madera hermosa del árbol, en la veta, en la secreta luz que no quiere lucir sino iluminar con la poesía otra noche, otro día de este mundo que habitamos, aunque meramente humanos.

Ese es el espíritu de este libro, que permaneció en la penumbra de su creación para ser lo que es: otra oportunidad para que la poesía nos retorne a la verdadera sabiduría, a la verdadera bondad, que es eficaz porque no predica sino que confiere lo que significa.
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