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 miércoles, 12 de mayo de 2004

Favelas, sueños y pelotas
La cuna del fútbol brasileño tiene su residencia en la pobreza

Rivaldo todavía ni sospechaba que algún día iba a ser Rivaldo. Le faltaban varios dientes por la mala alimentación y según cuentan por estos lados se ganaba la vida vendiendo chucherías en las playas de Pernambuco, su región natal. Allí, en una favela sin disimulos, su cuerpo desmedrado dibujaba gambetas que más que gambetas eran el único modo de soñar con un horizonte sin tantos harapos.

Romario todavía no era el gran Chapulín que luego el mundo conocería. Tenía más agujeros que zapatillas envolviendo sus pies y solía llegar muy tarde a su casa después de la rutina de cada día: jugar al fútbol con los pibes no tan pibes, con pelotas maltrechas y arcos armados con ropa. Ese chiquilín retacón e irreverente ya creaba fantasías que proyectaban en la imaginación desde su favela de Río de Janeiro hasta el Maracaná, por entonces sólo cercano en términos geográficos.

Ocurrió, ocurre y ocurrirá en cada lugar de Brasil donde exista una favela. Ese territorio de precariedad y limitaciones, en donde sólo se juega para vivir y para soñar lo que habitualmente el padecimiento cotidiano impide. Sucede esto con marcada elocuencia también aquí en esta San Pablo industrial, en la que los barrios privados se multiplican del mismo modo que las favelas, al ritmo de una creciente desigualdad social.

Por eso las escenas se repiten: una favela, varios potreros y muchas piernitas bailando con la pelota, como si se tratara de una relación perpetua. A todos ellos se les nota que están persiguiendo un sueño: que esa pelota desinflada y precaria algún día les permita que desde los barrios paquetes ya no los miren con tanta indiferencia.

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La pelota es una de las pocas posibilidades para salir de la pobreza.

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