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 domingo, 04 de abril de 2004

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El desfile de los instantes

Jorge Besso

El problema no es tanto que los instantes sean esencialmente rápidos y por lo tanto irremediablemente efímeros. El asunto es que en su extrema velocidad conforman una sucesión indetenible, independientemente de que estemos atentos o distraídos, felices o por el piso. Claro que la sensación no es la misma si andamos por encima de la línea de flotación, viendo el panorama, y en lo posible eligiendo camino o ruta.

Todo lo contrario, cuando circulamos por debajo de la línea de flotación, no viendo ningún panorama, haciendo zapping con la vida, y especialmente con nuestra vida, sin enganchar con ningún canal. El humano no se lleva demasiado bien con el tiempo. Lo que pasó hace veinte años, le parece que fue ayer, y para lo que falta todavía una semana, cree que todavía hay mucho tiempo. El asunto es que la mala relación del humano con el tiempo, no mejora con el tiempo, es decir es una de las cosas que el tiempo no cura, en el caso de que efectivamente cure alguna.

En términos generales el tiempo abunda y sobra, cuando no hace falta, y es endemoniadamente escaso cuando más lo necesitamos, lo cual al humano se le hace especialmente notorio a medida que va creciendo. En la infancia el tiempo es algo así como un océano, es decir como un espacio sin límites, o con el único límite del horizonte. Una vez que la infancia se termina, lo cual en definitiva es imprevisible, es decir lo imprevisible es cuándo se termina la bendita infancia, pero más tarde o más temprano se termina, y entonces es cuando ese tiempo interminable que había entre una Navidad y otra, de pronto se esfuma y las Navidades se empiezan a amontonar, muy a pesar nuestro.

De forma que se produce un vuelco fundamental, y aquel océano de tiempo frente al cual nos sentíamos omnipotentes, poco a poco empieza a tragarnos. El desfile de los instantes es una expresión que encontré en E.M. Ciorán, un filósofo contemporáneo, rumano, residente en Francia y muerto en París hace pocos años. Ciorán es un filósofo no académico, y por fuera de las academias, profundamente irónico y corrosivo, cultivador de un género tan especial como los aforismos y con títulos como "En las cimas de la desesperación", o "Del inconveniente de haber nacido".

Pues bien, hay una pequeña publicación (numerada) hecha en la ciudad de Córdoba en 1990 que se llama "Manía epistolar, Sissi o la vulnerabilidad", y en la que hay un extraño reportaje al filósofo rumano. Extraño en el sentido de que no es un reportaje general, sino un reportaje sobre Sissi, esa mujer tan especial. Emperatriz de la última Austria monárquica, ella misma un síntoma de la decadencia del imperio. En algún sentido se puede ver en el reportaje que Ciorán la consideraba como un alma gemela, sobre todo por que Sissi consideraba que la locura era más importante que la vida, y Ciorán también.

En este sentido, la cuestión del tiempo por lo que parece era también una preocupación de Sissi, y Ciorán aclara, que para los seres normales el tiempo no es motivo de tormento, "ellos viven el tiempo y son tiempo". Es que Ciorán siempre hablaba desde la locura, ya que por una parte la locura le parecía, al igual que a Sissi, más importante que la vida, probablemente en el sentido de más verdadera, en comparación a las mentiras y las hipocresías de la normalidad.

Nada más doloroso que la conciencia del tiempo, de la lúcida percepción de su paso, agrega Ciorán, y nada más paralizante, ni más fatal para la acción. No poder olvidar el desfile de los instantes es una suerte de maldición, y como un ejercicio de no vida. ¿Cómo es que estamos aquí? ¿Qué cigüeña nos trajo? No sabemos demasiado del comienzo, ni tenemos conciencia de cuándo fuimos paridos, ni mucho menos sabemos de cuándo fuimos concebidos ya que, curiosamente, ese instante es algo que no nos concierne y sin embargo ahí empezamos. Tampoco sabemos del final, de modo que lo nuestro es el recorrido, con un montón de huellas donde hay que encontrar el camino propio, si se puede dejar algunas huellas, y en lo posible no consumir todo el tiempo en el intento. No es poco.

Para esto se nos prepara, es decir se nos educa, en las instituciones, en las familias, en las calles y demás. El asunto es que, en rigor, no tenemos un tiempo de preparación, o de entrenamiento y de prácticas para luego jugar el partido del domingo. El partido empieza, no sólo el primer día, sino el primer instante. Es decir ahí comienza el desfile de los instantes, y sin entrenamiento ni nada que se parezca, salimos a la cancha para aprender todo lo que hay que aprender. Pero además, hacer las primeras sonrisas y sonidos que puedan alegrar, festejar y contar nuestros mayores, ya que ahí empieza la primera de todas las misiones en esta vida que es la de agradar.

Misión que nunca termina del todo, y que nos hace amables, claro está que tampoco se trata de consumir la vida en seguir repitiendo ese imprescindible gesto inicial. Ir más allá de ese gesto inicial no es tan sencillo, es decir no es demasiado interesante ni para uno, ni para los otros, la sencilla operación de ser odiable, para no ser amable. En cierto sentido, la vida es como un tiempo compartido, lo que viene a querer decir también un espacio compartido.

Nada más difícil para el humano que compartir tiempo y espacio, y esto en todos los sentidos, ya que este es un mundo en que "el otro", es decir todo los que nos rodea, no tiene ningún monumento, y sin él, sin todo lo que está más allá de nosotros, la vida no sería más que ver el desfile de los instantes. Si se implementara el día mundial del "otro", sería el único día en que festejarían todos, y tal vez el único día en que la vida sería más importante que la locura.

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