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 sábado, 20 de marzo de 2004

Charlas en el Café del Bajo

-Saque papel y lápiz, Inocencio, porque hoy trataremos una cuestión importante. Apunte, tome nota para que no se le olvide el tema de hoy.

-¿Cuál será?

-Hoy trataremos el Síndrome de la Locura Grupal. Si esto fuera un ensayo llevaría por título: "Un caso de homicidio preterintencional espiritual".

-¿Acláreme qué es un homicidio preterintencional y espiritual?

-Bien, un homicidio es preterintencional cuando un sujeto no busca en realidad asesinar a otro ser humano, sino que la muerte (no deseada) se produce por una causa en cierto modo conexa pero no directa de la agresión. Ejemplo: yo le pego una trompada a usted. En realidad no busco matarlo, sólo pegarle, pero como consecuencia del trompis usted se cae, pega su cabeza en el piso y se desnuca por el tremendo golpe, ¿entiende? Ahora un homicidio espiritual no existe y es sólo una metáfora con la que voy a ejemplificar de cómo a veces las personas, sin quererlo ni desearlo, tienen actitudes que hieren la psiquis y el espíritu de sus semejantes.

-Sí, eso ocurre a menudo.

-Llamo síndrome de la locura grupal al tema de hoy porque estas heridas que algunas personas infligen a otras no son muchas veces realizadas con premeditación. Y muy lejos de ello, en un buen número de ocasiones quien las provoca está convencido de que está solidarizándose con su prójimo y haciéndole un bien. Esto es un caso patológico, porque en el sujeto que hiere se ha modificado, sin quererlo ni reflexionarlo, la realidad y el orden justo y razonable de las cosas.

-¿Ejemplo?

-Ejemplo con un breve relato: "Había una vez una señora que, por causas endógenas primero y exógenas después, entró, poco a poco, en un severo estado de depresión. A medida que su melancolía avanzaba la mujer pidió a su familia que adoptara ciertas medidas tendientes a morigerar su estado. El grupo familiar, como la mujer seguía deambulando y haciendo las cosas cotidianas, supuso que se trataría de una cuestión pasajera y siguió la vida como si nada ocurriera. Claro que algunas cosas de la vida del grupo en nada ayudaban a la mujer. La depresión avanzó y el rostro de nuestra buena amiga se volvió mustio, cosa que por primera vez abrumó al círculo de la familia que, lejos de contrarrestar el marchito semblante y el espíritu abatido con aires de optimismo y brisas de amor, permitió que se apoderaran del hogar los monstruos de siempre: el miedo, la tristeza, el abatimiento en general.

-¡Una historia que ocurre con frecuencia, más de lo que nos imaginamos!

-Como no podía ser de otro modo, la mujer cayó en un estado agudo de depresión y fue a parar a la cama. Una vez más dijo: ¡ayúdenme, no me dejen sola! El grupo familiar, que por entonces había ingresado también en un estado de melancolía, dispuso solidarizarse con la mujer y todos se sentaron alrededor de la cama. Pero..., de a ratos lloraban, por ver a esa persona, otrora activa en un estado cuasi vegetativo; de a ratos se echaban culpas unos a otros por la situación en la que había quedado el hogar.

-¡Ocurre, ocurre!

-Como a veces el destino es la resultante de la suma de los sentimientos (voy a repetir esta frase para que la anote y la reflexione: "a veces el destino es la resultante de la suma de los sentimientos"), no podía ocurrir otra cosa que la muerte por pena de la dama de la historia. Deseo aclarar que la muerte por pena ocurre y es, también, una "muerte preterintencional" porque la pena no busca matar al paciente, pero causas vinculadas a ella (descompensación de un órgano) la producen.

-¿Reflexión final?

-La reflexión final sería: la depresión mata y a veces es un homicida que no se deja ver claramente en sus primeros momentos. La depresión no puede ser combatida con la pena del grupo familiar, con resentimientos, con miedos. La depresión se cura con generación de endorfinas en el cerebro y no hay nada más potente y mágico para generar cantidades inmensas de endorfinas en un paciente, además de un buen psicólogo y actividad física, que el amor, pero el amor puro, sin diluciones ¡Nada de genéricos!

Candi II

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