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 domingo, 30 de septiembre de 2007  
De una ética que se hace al andar

La poesía es una especie de cine individual. Pero a medida que avanza la escritura, comienza la música a invadir el poema. La unión de música y palabras ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los sentidos más auténticos y evocadores que supimos darle a nuestra comunicación con el mundo.

Un mundo poblado de dioses —naturaleza sublimada— engendraba emociones que los tambores, las cuerdas y las flautas transformaban en danzas que hacían girar los cuerpos alrededor del fuego: lo sagrado. La palabra llevaba las danzas al éxtasis necesario para entablar el diálogo con los dioses. Interioridad exteriorizada, las deidades devolvían esas expresiones en forma de sol, lluvia, noche, luna y abundancia. Los dioses han sido, desde nuestra más tierna infancia como especie, el espejo donde miramos nuestra belleza, nuestra bondad. Lo que por un lado es vacío —lo que escribo en ese momento se aleja de mí—, por el otro es plenitud: nombrando al mundo me completo.

La poesía es concentración, y en ella las cosas se manifiestan como extractos, se expresan como agujeros negros de sentido. La melodía verbal se ajusta en ritmos que combinan frases y silencios y que, en algunos casos, producen la armonía de versos simultáneos. De todos modos, los armónicos de ciertas palabras resuenan en la cámara natural del silencio poético, pueblan los coros del vacío. La belleza que ofrece la poesía es una belleza íntima, porque la poesía nos hace bellos y, en ese trance, nos vuelve dioses de nosotros mismos. Pero en esa operación en la que participamos todos, como poetas o como lectores, la poesía nos hace universales, nos convierte en universo. Es por eso que, entre todas las cosas, la poesía une mis fragmentos, me establece en la categoría de lo humano, de lo que es capaz de amar.

Ante la poesía quedo perplejo: me obliga a mirarla de frente, me impide mentir; soy los que soy sin ambages. Me une y, por tanto, me libera: me pone dentro de mí. Al volverme humano, me desaliena, me corta la retirada, me ubica en la tierra, me da realidad. Por eso también me eleva en un único cuerpo con los que luchan, me solidariza con los trabajadores, porque soy uno de ellos, me da el coraje de sentir que soy muchos, y de combatir con todos ellos por otro mundo que —no tengo dudas— está en este. La poesía es revolucionaria porque violenta el lenguaje, lo mueve, lo deshace, y luego salta hacia el abismo entre los escombros. Íntima religión, la poesía es cosmos revelado; anatomía del instinto, es una ética que se hace al andar. Con la poesía desaliento el olvido, diluyo el silencio, habito el universo, invento el amor.



(Fragmento. Versión completa en www.lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com)


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