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 domingo, 22 de enero de 2006  
[Homenaje]
Juan José Saer en Santa Fe
La revista "El poeta y su trabajo", que se publica en México, dedica su último número al gran escritor fallecido el año pasado. Aquí se publica un fragmento de uno de sus artículos

Roberto Maurer

Era intransigente, riguroso y de una autoexigencia implacable en relación con el trabajo literario. Lo conocí cuando acababa de publicar "En la zona", y alcancé a leer los originales de "Cicatrices", antes de que se fuera a Francia. Nunca percibí que homologara la literatura a una carrera, o que buscara voluntariamente alguna forma de publicidad, que se preocupara por cuestiones de mercado.

Este desapego no convierte automáticamente a las personas en giles, todo lo contrario. Los desinteresados, justamente porque supieron separar las aguas, suelen ser los negociadores más temibles para cerrar un trato comercial, y Juani lo era.

Apenas lo comencé a tratar, me transmitió su pasión por Faulkner. Sus lecturas seguramente se acomodaban al mandato de un dispositivo interior, y supongo que en eso consiste la búsqueda del autodidacta, aunque en aquel tiempo yo no sabía que se llamaba así. También leía las novedades a fin de mantenerse actualizado, una obligación de la cual, felizmente, los simples lectores estamos eximidos.

Sería ofensivo indicar que dedicaba tiempo a Joyce, Proust, Conrad, Henry James, Dostoievsky, Kafka o Thomas Mann, aunque puede resultar curioso que haya consagrado una temporada a la lectura de las piezas y prólogos de Bernard Shaw, y con entusiasmo.

La aparición de Salinger, me acuerdo, le produjo esa impresión fulminante que parece ser un fenómeno universal y sufrió un contagio. Escribió un cuento a la manera de Salinger, que en cualquiera que no sea Salinger solamente se constituye en afectación. A los tres días tiró el cuento y su restablecimiento fue rápido y sin consecuencias.

Alguna vez nos entregamos a la traducción de Nathanael West, en ese entonces inédito en español, pero no lo acompañé en su período de intensas lecturas del nouveau roman, en parte provocado por un interés puramente técnico: era alguien que desarmaba una moto para ver cómo funcionaba. En el caso de Sarraute, era más que eso, y se editó un libro suyo traducido por Juani.

La literatura argentina estaba constituida por Hernández, Borges, Macedonio Fernández y Arlt, principalmente, y lo recuerdo aconsejándome la lectura de "La ribera", de Enrique Wernicke; "Zama", de Antonio Di Benedetto, y "La invención de Morel" y "El sueño de los héroes", de Bioy Casares.

El tiempo canonizó estas inclinaciones, pero la defensa de Borges en esos años no era fácil de sobrellevar, ya que aún no había sido convertido en héroe nacional, y se trataba de enfrentamientos en soledad, prescindiendo de aliados de derecha, en enemistad con el populismo cultural de la izquierda de la cual uno formaba parte. ¿Qué les pasa con Borges en Santa Fe?, fue la pregunta que le dirigió a Juani un serio y extrañado intelectual porteño ante la defensa de Borges.

Una vez lo trajo a Santa Fe, a Borges. Juani estaba a sueldo como programador de cultura de una poderosa organización estudiantil que organizaba anualmente una gran rifa para viajar. Admito que se desempeñó con eficacia y dignidad durante esa experiencia de mercenario cultural que parece tan ajena a su estilo, aunque no a sus apremios económicos.

Organizó una conferencia de Borges, que en ese entonces era un hombre que podía caminar por la calle sin que nadie torciera la nuca para mirarlo. Fuimos a almorzar, y todo lo que recuerdo de ese encuentro entre el gran maestro de las letras argentinas y el joven león local, es que Borges tomó sopa de arroz, lo que, presumo, me inhabilita para evocar todo tipo de acontecimiento memorable. (...)

Recientemente, una persona más joven me transmitió -admirativamente- la imagen de un Saer con pasado de provocador disidente. Era un estereotipo del rebelde profesional que no corresponde a la realidad. Juani actuaba como un polemista vehemente y temible, pero no buscaba las ocasiones para demostrarlo. Las ocasiones se ocupaban de buscarlo a él, se diría.

Un episodio significativo se produjo en un congreso de la Sade (Sociedad Argentina de Escritores) realizado en Paraná, la ciudad ubicada del otro lado del río. Me consta que Juani concurrió únicamente para aprovechar la oportunidad de verse con Roa Bastos, a quien apreciaba y con quien tenía que trabajar en un guión.

Pero se apareció en un plenario y protagonizó un alboroto que, estoy seguro, estaba afuera de sus cálculos.

En ese santuario, cualquier idea sensata de Saer sobre literatura podía explotar como dinamita. Supongo, además, que Juani no se comportó como un diplomático de carrera.

Creo que se enojó por haber escuchado algo que no le gustó en relación con Juan L. Ortiz, salió a defender la reputación de su amigo y atropelló a Silvina Bullrich, una vaca sagrada que se cruzó en su camino. El incidente alcanzó trascendencia nacional particularmente por su difusión en un ciclo de televisión de Augusto Bonardo, donde se recreó la polémica.

Algunos escritores jóvenes se acercaron con el propósito de aprovechar la oportunidad para conquistar la Sade con banderas renovadoras. Nada más alejado de las intenciones de Juani que, eso sí, hubiera aceptado como más honorable un lugar en la comisión directiva del Chantacuatro, el club donde en ese tiempo se cultivaban los juegos de azar. Había monte, pase inglés y punto y banca, este último su pasatiempo favorito.

El juego era clandestino y eso suponía que no se jugaba en los paseos públicos sólo por un problema de iluminación. Como en todos lados, nuestra policía es versátil, y se desenvuelve con igual soltura a uno y otro lado de la ley, aunque a veces se producían malentendidos que concluían con una razzia. En una de ellas, los hombres de azul se llevaron a todos los que encontraron en el club Gimnasia, Juani entre ellos, ya que no pudo demostrar que se encontraba allí para entrenarse en la pileta de natación. Eso representó dos días en la comisaría, a la cual, cuidando mi reputación de tipo gracioso, le llevé "El jugador" de Dostoievsky como material de lectura y unas empanadas que preparó mi mamá con una lima escondida.

Cierta madrugada, en un bar del Mercado Central, fui testigo de una irritante discusión teórica sobre el punto y banca. Juani sostenía que siempre había que jugar a punto, mientras su antagonista afirmaba exactamente lo contrario, o sea que siempre había que apostar a banca. Es obvio que no existía posibilidad de acuerdo, y que estaba descartada toda razón matemática. En esa ciega discusión de teólogos, Juani llevó su argumentación al campo del psicologismo más peligroso -especialmente peligroso por tratarse de un jugador- con una explicación vulgar que asociaba la defensa de la banca por parte de su contrincante con el complejo de Edipo. Ninguno tenía autoridad, porque yo los veía perder habitualmente jugando tanto al punto como a la banca, inclusive traicionando sus principios apostando alternativamente a uno y la otra.
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Manos a la obra. El joven Saer, en plena actividad creativa.

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