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 domingo, 22 de enero de 2006  
[Corresponsal]
Viajar, siempre viajar
Qué se arriesga y qué se gana en esta época en que salir de la ciudad parece ser la única opción

María Laura Frucella

Todo el mundo se va los fines de semana. En Europa, viajar ya no es un lujo, hay pasajes de avión muy baratos y cheques de hoteles a buenos precios. Y en coche se llega muy lejos también: desde Barcelona a París en siete horas, con unas más a Bruselas o Amsterdam.

No importa dónde, pero es necesario irse. Es imperioso. Urge.

Todo el mundo se va y la ciudad se queda rara, dislocada y nerviosa, nunca vacía -vienen otros tantos huyendo de sus ciudades-. Cada viernes una legión de seres urbanos se desplazan por aire o carreteras, alejándose de sus territorios que parecen quemarles como sal en las heridas. Es necesario abolir, al menos durante dos días, la visión de esas fachadas de edificios, negocios, calles, ese paisaje siempre igual cuya contundencia e invariabilidad se han entretejido en las vísceras de la náusea cotidiana. El malestar diario se soporta apenas con la promesa de una aventura de week-end. Cada vez se soporta menos.

A la vuelta del fin de semana, sabremos de la siniestralidad en las rutas de España: veinte muertos, quince heridos graves, diecisiete leves. Entonces la ecuación está servida: viaje igual a posibilidad de muerte, pero quedarse es muerte segura, entonces vale la pena pagar el precio de entrar en un sorteo de pasajes al más allá, vale la pena desear tan sólo que le toque a otro, a mí no, por favor.

Tengo un amigo que me ha confesado ser adicto al cambio de ciudades de residencia. Ha vivido en Medellín, Sydney, Berlín, Sucre: ahora está en Barcelona, pero -me lo ha dicho- ya se cansó.

Internamente me voy preparando para su despedida, no quiero convencerlo de que se quede pero le pregunto si no le da pena de la gente que tal vez no vuelva a ver, de la vida que lleva aquí, diferente de la que ha llevado o llevará en otras partes, de las imágenes que quedarán en su memoria como fotos viejas, llenándose de polvo cada vez más. "Sí que me da pena al principio, pero en una semana me adapto, y me gusta -dice-. Es que a mí me mata la rutina".

Yo, que aún no he gastado todavía esta ciudad, viajo con sólo caminar unas diez cuadras desde mi casa en cualquier dirección. Siempre encuentro lugares nuevos que resuenan en mi cabeza como un diapasón golpeado de imágenes. D'Horta, en cierto cruce angosto y ascendente, se parece tanto a la calle San Juan que no me sorprendería doblar por Sarmiento y esperar el ciento dos en la esquina de la Sala Lavardén.

A unos pocos metros, la falsa San Juan se deshace en una plaza que de nuevo reverbera adentro de otra, lejana también: la Plaza Cortázar, en Palermo Viejo. La de acá es un eco empobrecido de aquella, un boceto raquítico e invernal que no llegó a cuajarse en dibujo.

Se puede armar un viaje a base del simple remover mnémico, meter la mano en la galera más adentro para ver si en lugar de un conejo encontramos una pitahaya o un caballito de mar.

Pero la galera necesita también material fresco, entonces recurrimos a viajes reales, nos transportamos materialmente en el espacio buscando visiones nuevas, olores recónditos, ritmos singulares. De un modo u otro, todos viajamos. Siempre.
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