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 domingo, 15 de enero de 2006  
Emociones: el lenguaje de los gestos

Desde fines del siglo XIX, y por varias décadas, las emociones fueron objeto de estudio de la psicología desde una perspectiva instrumental o conductista, por lo que la observación de gestos y actitudes se tornó fundamental para aquellos que querían mejorar la comunicación humana. La sociología de las emociones, como campo disciplinario, emerge hacia mitad de la década de 1970 y se preocupa por los factores sociales que influyen en la esfera emocional.

Dentro de la disciplina hay un abierto debate acerca de cuánto influye el contexto socio cultural en la formación de las emociones. McCarthy (1989), sostiene que las emociones son procesos eminentemente sociales, y ni siquiera cabría la posibilidad teórica de preguntarse acerca de qué emoción no es construida socialmente.

Matthews (1992) plantea que la emoción no puede ser comprendida como un estado interno del sujeto, ni como un producto de las acciones propias individuales; sino que es un sentimiento directamente dirigido y causado por la interacción con otros en un contexto y situación social. La sociología, dice Gordon, parte de considerar que las experiencias emocionales individuales están determinadas por las normas sociales, las costumbres, las tradiciones y las creencias en torno a las emociones mismas; prueba de ello es que las ideologías y prácticas culturales de contextos sociales específicos promueven ciertas emociones y restringen otras, señala el autor.


Expresiones faciales
Paul Ekman, psicólogo y experto en comunicación no verbal, investigó los gestos faciales de las emociones. Su fascinación por la expresión facial surgió a través de la fotografía. Sus conclusiones científicas lo han convertido en uno de los 100 psicólogos más influyentes del siglo XX, y entre los científicos es conocido como el Darwin del siglo XXI. En su nuevo libro, "¿Qué dice ese gesto?", recientemente publicado, señala que las emociones desempeñan un papel vital, nos unen con otros, determinan nuestra calidad de vida y están presentes en cualquier relación.

El descubrimiento de Ekman se basa en que existen emociones centrales y cientos de combinaciones. Señala que las expresiones faciales son cuatro: temor, ira, tristeza, placer, presentes en todas las culturas del mundo, incluidos los pueblos prealfabetizados presumiblemente no contaminados por la exposición al cine o a la televisión. A partir de las emociones primarias, surgen otras. Junto con la ira, aparecen la furia, el resentimiento, la cólera, la exasperación, la indignación, el fastidio, etcétera.

Con la tristeza germinan la congoja, la melancolía, el pesimismo, la autocompasión, entre otras. Con el temor, surgen la ansiedad, la preocupación, la inquietud, la incertidumbre y el miedo. Con el placer, aflora la felicidad, la alegría, el alivio, la diversión, la euforia. Históricamente, las primeras leyes y declaraciones como el Código de Hammurabi o los Diez Mandamientos pueden interpretarse como intentos para dominar, someter y domesticar la vida emocional.

Durkheim (1951) en su obra "El suicidio" construye una aproximación importante de los sentimientos desde una perspectiva histórica. En el libro ilustra su preocupación por el mundo emocional, y su interés por entender los fenómenos psicológicos como consecuencia de procesos sociales globales.

En 1872 Charles Darwin presentó "La expresión y las emociones en el hombre y en los animales", verdadero germen de los estudios modernos sobre la comunicación no verbal. Los expertos han identificado alrededor de un millón de señales que transmitimos tanto consciente como inconscientemente a través de expresiones faciales y gestos. La importancia del componente no verbal es incuestionable, según la mayoría de los investigadores de la comunicación.

Un estudio del antropólogo Albert Mehrabian indica que las palabras sólo influyen en un 7% en el impacto de un mensaje, mientras que los matices, sonidos y el tono de la voz suponen el 38%, y las posturas y ademanes el 55%. De ello se infiere que la comunicación verbal se usa básicamente para transmitir información y datos, mientras que el no verbal se utiliza para expresar sentimientos y actitudes personales.

Un ejemplo claro podría ser el debate histórico entre Nixon y Kennedy: el primero, sin maquillar, con el rastro de una barba de dos días, lento de reflejos. Frente a él, Kennedy seguro de sí mismo, ágil en sus respuestas, y agresivo. Los espectadores pudieron observar cómo Nixon sudaba y se enjuagaba la frente. Sin duda, los asesores de Kennedy habían presionado para subir la calefacción en el piso y aprovecharse de la ansiedad de su rival.

Los radioyentes, sin embargo, pensaban de forma muy distinta. Para ellos, el vicepresidente contestaba a las preguntas con más aplomo que el candidato demócrata y había hecho valer su mayor experiencia política. Lo que marcaba la diferencia de criterio era el lenguaje corporal de ambos. ¿Pero cómo se aprende a leer el mensaje que emite el cuerpo del otro; de dónde vienen todas esas señales que invariablemente transmitimos? Según Paul Ekman, todos los pueblos coinciden en el uso de los mismos gestos faciales básicos para expresar la alegría, la rabia, el desprecio, el interés, el miedo, la ira, el asco y la tristeza.

Sin embargo, en culturas diferentes, también hay sistemas no verbales distintos. Actualmente el lenguaje corporal da pistas muy valiosas sobre las intenciones del interlocutor. Los especialistas de la comunicación no verbal coinciden especialmente en este punto: no es posible fingir el lenguaje del cuerpo. Se puede mentir con la palabra, pero siempre algo de la postura delatará; se produce una incongruencia entre los gestos, el lenguaje articulado que no se puede evitar transmitir cuando se habla como una contracción de las pupilas o un temblor en la comisura de los labios.

En algunas profesiones, sin embargo, se aprende a someter la expresividad como ocurre, por ejemplo, en las partidas de ajedrez donde los jugadores controlan sus gestos para no dar pistas al contrario, o en el discurso político en el que es posible comprobar cómo los oradores se ven traicionados por sus ademanes (a menudo, las posturas y gestos narran una historia mientras la voz cuenta otra).

En el hogar también hay que prestar atención no sólo a las palabras, a veces ausentes, sino también a las emociones. Una manera de llegar a los chicos es demostrarles que se los está escuchando con atención, a través de contacto visual, con una postura del cuerpo atenta y abierta, y un asentimiento de vez en cuando.

Thomas Gordon, en el libro "La asamblea familiar", llama a este método "atención pasiva". Las respuestas vendrán o no, dependerá de cada caso. Lo más importante será prestar atención al otro, que no es nada más ni nada menos que un hijo, un amigo o un hermano que espera ser escuchado. Sólo se trata de aprender cuándo se debe intervenir.

Carina Cabo de Donnet

Pedagoga

www.carinacabo.com.ar
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