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 sábado, 17 de diciembre de 2005  
candi
Charlas en el Café del Bajo


-Comencé a redactar la carta a Dios la que, imitando a tantas personas en el mundo, enviaré al Muro de los Lamentos. Usted hoy sólo escuche atentamente, querido amigo Inocencio, mientras la leo: "Querido Dios: tengo tantas cosas para decirte pero, ¿cómo decirlas?, ¿por dónde empezar?, ¿debo ser formal y circunspecto? Además: ¿qué podría expresarte que ya no sepas? Un religioso me diría que debo comenzar pidiéndote perdón y luego darte gracias. Pero no, no comenzaré así esta misiva que tal vez llegue al sagrado muro o tal vez se pierda camino a tu casilla postal aquí en la Tierra (de pronto se me ocurrió imaginar que los restos del segundo templo allá lejos, en Israel, es tu casilla de correos). De todos modos, que mi mensaje llegue o no a la sagrada pared (me conmueve el sólo nombrarla, imaginate si pudiera tocarla) no es muy relevante, pues supongo que lo mismo «leerás» este mensaje que decididamente empiezo así: mucha gente, en este mundo desordenado se anda preguntando ¿dónde está El? Debo confesarte que en esta suerte de apostasía suelo incurrir yo también a menudo. Aunque con igual frecuencia, cada madrugada, al desvelarme por las cosas de este mundo que me hieren, vuelvo a buscarte, a invocarte. No me resigno a que no estés o a que hayas decidido no escuchar más a tu criatura, especialmente a esa criatura desamparada que clama por justicia. ¿Qué clase de fe sería la mía si abandonara ahora la búsqueda? Y sobre todo, Hashem: ¡Cuánta debilidad por haber perdido la esperanza! Pero eso no es todo. Si me entregara a la resignación del «El ya no está» y si conviniera con el filósofo de que has muerto, ¿no estaría traicionando a tantos hermanos que en el curso del tiempo y el espacio murieron pronunciando tu nombre como entregándonos la sublime posta?

"Se me ocurre recordar, a propósito de lo que acabo de decir, a aquellos primeros mártires cristianos arrojados a las fieras por el imperio que crucificó a Ieshuá; a esas piadosas familias de judíos que ingresaban a las cámaras de gas -confundidas entre la desesperación y la esperanza- elevando a tu trono el Shemá, o a aquellos gitanos que clamando al «todopoderoso» fueron asesinados sin piedad. Pero ellos son apenas un puñado en la historia. Alguien, en este preciso instante en que yo escribo esta carta está muriendo y pronunciando tu nombre. Te nombra lleno de miedo, pero también lleno de confianza e ilusiones ante el misterio de la muerte. Y así, a través de miles de años, en una tienda en el desierto, en una habitación de una perdida casa de algún lugar del mundo, en un hospital, en una batalla, en un cuarto de un departamento, en cada lugar, en cada edad, alguien partió con un «¡Dios mío!». Esa es toda una plegaria, un himno conmovedor. ¿Podría entonces yo resignarme a no buscarte? Y es más: ¿podría resignarme a no encontrarte? No cuentes con eso.

"Así que aquí estoy en este preludio de la Navidad de los cristianos escribiéndote esta carta que un buen amigo tradujo también al hebreo y que será enviada a tu casilla de correo de este mundo. Sin embargo, Dios mío, debo decirte que de algún modo es comprensible la pregunta, ¿dónde estás? ¿Me preguntarás con qué fundamentos robustos se puede justificar tal interrogante? Bueno, pues no son pocos los que dicen que si estás y además consciente de lo que ocurre en esta parte del inmenso universo, permites que se sucedan demasiados actos que angustian y desesperan a miles de millones de seres humanos. Y esto no fue sólo en el pasado, sino que parece haberse incrementado en nuestros días y no falta quien advierta que el futuro serán aún más penoso. ¿Me pedirás precisiones? Pues claro: hambre, pobreza, falta de trabajo, discriminación, violencia de todo tipo, desde el simple asalto en las calles hasta guerras y atentados terroristas. A propósito de esto último, ¿cómo es posible que permitas que en tu nombre se asesine a seres humanos? ¿Sigo?: injusta distribución de la riqueza, ausencia de solidaridad por parte de los líderes, epidemias, endemias, accidentes, desastres naturales, muerte de inocentes, soledad, angustias. ¿Para qué seguir enumerando lo que ya conoces?".

Mañana seguiré leyéndole la carta, Inocencio.

Candi II

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