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 domingo, 27 de marzo de 2005  
Editorial
Los rostros de la Iglesia

La imponente concentración popular que convocó el vía crucis del padre Ignacio entrega un ejemplo nítido de la intensidad y transparencia de la fe colectiva. La Iglesia Católica es depositaria de la trascendente responsabilidad social que constituye tanta entrega. Sus más fieles representantes ejercen un rol ejemplificador, practicando la caridad y la tolerancia.

Esta Semana Santa resulta un momento oportuno para reflexionar acerca de los diversos caminos que recorre la trascendental relación que vincula a la Iglesia Católica con la sociedad argentina. Anteayer, Viernes Santo, la multitud —estimada en la friolera de doscientas mil personas— que convocó en el rosarino barrio Rucci el padre Ignacio Periés se erigió en pauta y ejemplo del profundo sentimiento religioso de la gente, que se vuelca en cuerpo y alma cuando percibe que del otro lado existen autenticidad, humildad y amor por el prójimo.

Ignacio constituye, sin dudas, un particular fenómeno de fe, enraizado en las más venerables y antiguas tradiciones cristianas: muchos creen sin retaceos en su supuesto poder de sanar a los enfermos. Así, la enorme cantidad de personas que lo siguieron a lo largo de las catorce estaciones del vía crucis recreó —sin proponérselo— lazos ancestrales, dando nueva y poderosa vida a ritos cuyo origen se pierde en la memoria colectiva.

Mientras, en sus homilías del pasado jueves monseñor Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina, y monseñor Eduardo Mirás, arzobispo rosarino y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, expusieron su preocupación ante aspectos críticos de la realidad nacional. Bergoglio disparó con dureza sobre la política, a la que comparó con una calesita donde “la sortija la sacan siempre los mismos”, y dijo que los tiempos de la economía “no son humanos”, ya que no tienen en cuenta el hambre o la falta de escuela de los chicos, ni la afligida situación de los ancianos. Mirás disparó sobre blancos similares cuando alertó sobre el auge de “una cultura light que no quiere compromisos”, el auge del individualismo y “la acumulación de la riqueza, que no quiere pobres, pero no dándoles la posibilidad de salir de la pobreza, sino de que no existan realmente”. Palabras tremendas estas últimas, pero certeramente descriptivas del egoísmo muchas veces imperante.

Pero conceptos tan contundentes acaso no se comparezcan con la carencia de autocrítica en torno del rol de sectores de la Iglesia durante la última dictadura militar, el período histórico donde mediante la aplicación del terror se implantó el modelo económico —luego continuado y profundizado en democracia— que generaría tantas y tan crueles inequidades.

El presente del país, si bien difícil, está teñido por una luz de esperanza: la recuperación, aunque incipiente y amenazada desde muchos flancos, es una realidad indiscutible. El deber de la Iglesia es señalar el camino con templanza, dando ejemplo de tolerancia y convivencia democrática: hablar un lenguaje directo, asumir las responsabilidades históricas, situarse del lado de los que sufren y los que menos tienen. Eso es lo que hacen quienes más fielmente la representan, que suelen ser aquellos a quienes el pueblo reconoce sin vacilar un instante.


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