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 lunes, 13 de diciembre de 2004  

candi
Charlas en elCafé del Bajo
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-Quiero compartir con usted, Inocencio, y con todos los lectores, una historia que me han enviado. Es, desde luego, una historia real.

-Cuéntela, Candi, cuéntela.

-"El 18 de noviembre de 1994, Itzhak Perlman, el violinista, entró al escenario para dar un concierto en el "Avery Fisher Hall", del Lincoln Center de la ciudad de Nueva York. Si alguna vez ustedes estuvieron en un concierto de Perlman, sabrán que llegar al escenario no es un pequeño logro para él. El tuvo polio cuando fue niño, tiene ambas piernas sujetas con bragueros y camina con la ayuda de dos muletas. Verlo cruzar por el escenario dando un paso por vez, costosa y lentamente es una visión asombrosa. El camina penosa pero majestuosamente hasta que llega a su silla. Entonces se sienta lentamente, pone sus muletas en el suelo, afloja los sujetadores de sus piernas, toma un pie hacia atrás y extiende el otro hacia adelante, entonces se inclina y levanta el violín, lo pone bajo su mejilla, hace una señal al director y comienza a tocar. Hasta ahora la audiencia está acostumbrada a este ritual. El público permanece sentado mientras él hace su trayecto hasta su silla. Permanece reverentemente silencioso, mientras él afloja los sujetadores de sus piernas y espera con paciencia y admiración hasta que Perlman está listo para tocar. Pero esta vez -sigue diciéndome la persona que me manda la historia- algo anduvo mal. Justo cuando terminaba sus primeras estrofas, una de las cuerdas de su violín se rompió. Pudimos escuchar el ruido, saltó como un tiro atravesando el salón. No había equivocación sobre lo que ese sonido significaba. No había tampoco dudas sobre lo que él tendría que hacer. Los que estábamos allí esa noche pensamos: "Tendrá que levantarse, ponerse los bragueros nuevamente, levantar las muletas y arrastrarse fuera del escenario ya sea para encontrar otro violín, o encontrar otra cuerda para el suyo". Pero él no lo hizo. En su lugar, esperó un momento, cerró sus ojos y luego hizo la señal al director de comenzar nuevamente. La orquesta comenzó, y él tocó desde el punto en el que se había detenido. Y tocó con tanta pasión, y tanto poder, y tanta pureza, como nosotros nunca lo habíamos escuchado antes. Por supuesto todo el mundo sabía que es imposible interpretar un trabajo sinfónico con solo tres cuerdas. Yo sé eso, y seguramente muchos de ustedes sabrán eso. Pero esa noche Itzhak Perlman rehusó saberlo.

-¡Qué maravilloso!

-"Ustedes hubiesen podido verlo modulando, cambiando, recomponiendo la pieza en su cabeza. En un punto, eso sonó como si él estuviera sacando el tono de las cuerdas que se había roto y consiguiendo nuevos sonidos que ellas nunca habían hecho jamás antes. Cuando terminó, hubo un impresionante silencio en la sala, y entonces la gente se levantó y lo aclamó. Hubo un extraordinario aplauso proveniente de cada rincón del auditorio. Estábamos todos de pie gritando y animando, haciendo todo lo que podíamos, para demostrar cuánto apreciábamos lo que él acababa de hacer. El sonrió, se secó el sudor de sus cejas, detuvo su inclinación para aquietarnos y luego dijo, no con presunción, sino en un tono reverente, pensativo, calmo: "Ustedes saben,... algunas veces... la tarea del artista es descubrir cuánta música uno puede hacer con lo que aún le queda".

-¡Qué palabras! ¡Qué espíritu!

-"Que maravillosa línea ésta -dice quien me envía la historia-. Ha permanecido en mi mente siempre desde que la escuché. Y quién sabe. Tal vez es la definición de la vida, no solo para los artistas, sino para todos nosotros. Tal vez, nuestra tarea en este mundo que vivimos, confuso, inestable y que cambia velozmente, sea hacer música, al principio con todo lo que tenemos y luego cuando eso no es más posible hacer música con todo lo que nos quede". Ojalá, Inocencio, que podamos seguir haciendo música; ojalá que podamos concluir la sinfonía, aun con lo poco que nos queda.

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