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 domingo, 08 de agosto de 2004

Interiores: Infancias

Por Jorge Besso

Todo parece indicar que las infancias no son las mismas. Y no lo son al menos en dos sentidos: por un lado no son las mismas entre los habitantes de una misma época, y en realidad no son las mismas entre los habitantes de una misma familia, al punto que apenas se pueden rascar las capas de la personalidad con las que los humanos salen a la intemperie, se puede comprobar que, en el fondo, los propios hermanos no tienen los mismos padres. Y es precisamente en ese espacio sin tiempo que es la infancia, donde comienza la complejísima danza de los acuerdos y los desacuerdos entre las gentes.

Pero por otro lado, quizás se pueda acordar que las infancias son también distintas con relación a las distintas épocas, sobre todo en un mundo con respecto al cual muy fácilmente se acuerda en su carácter de cambiante. Los contemporáneos de infancia diferirán en recuerdos, vivencias y en definitiva en aspectos esenciales de sus experiencias, pero también es cierto que habrán compartido sensaciones, ilusiones, suposiciones, opiniones y desde luego discusiones comunes a la época de la cual se trate.

Como se sabe las infancias se llevan puestas toda la vida y es el mayor tesoro de los tesoros guardados, aunque el susodicho tesoro sea dorado como corresponde, o negro como también corresponde, puesto que la infancia en definitiva suele ser una mezcla de paraísos y de infiernos, siempre y cuando uno no pertenezca a una de las tantas familias que aquí y allá la monarquía capitalista envía regularmente a cualquiera de los múltiples agujeros negros de la existencia contemporánea.

En términos históricos, soy un sujeto post eléctrico y pre televisivo, en el sentido del tiempo y de la época en que transcurrió mi infancia en mi pueblo San Jorge. Pueblo con calles de tierra como correspondía para la época, con la usina proveedora de electricidad (que estaba detrás de la estación del ferrocarril) y que nos brindaba, no sin inconvenientes, corriente eléctrica de dos clases: continua y alterna que tenían si no recuerdo mal, una gran diferencia: la continua era más débil y más peligrosa, ya que en tanto continua si te prendía no te largaba, o sea quedabas pegado.

La alterna más potente y menos peligrosa ya que era un fluido entrecortado, un poco como las pulsaciones de los frenos ABS, de modo de que disminuía el peligro en caso de contacto eléctrico, por lo demás, igualmente desaconsejable. Pero todavía faltaba un poco para la televisión y por lo tanto los hogares eran radiales y no televisivos, y con radios mayoritariamente en AM, conocida en ese tiempo como onda larga, puesto que también existía la onda corta que se utilizaba, paradójicamente, para escuchar estaciones de radio más lejanas. Práctica que curtían los más curiosos, los más apasionados o los más insomnes, muchas veces todos en el mismo envase subjetivo.

En los hogares radiales las infancias transcurrían con menos diversidad que en los hogares televisivos y con Internet, de modo que a muchos nos quedaron las huellas que, con respecto al amor, nos dejaron la pareja Rinsoverdia conformada por Blanquita Santos y Héctor Maselli. En cuanto al tango, y antes de Bill Halley, Elvis y de los Tin Tops, el glostora Tango Club nos fijó para siempre las huellas mnémicas con respecto a los lados más oscuros de la vida en los que sólo el tango se metía, en especial en los del amor negro, en lugar de la versión del amor blanco y espumoso del jabón Rinso, con caja verde.

Para los más jóvenes: el glostora era un fijador de color amarillento, probablemente una variedad de la gomina, que se usaba y los hombres debían usar, ya sea hombres en el tamaño adulto o en el tamaño infante, precisamente para fijar sus pelos. Las cabezas paradigmáticas en este punto eran la de Carlos Gardel o la de Cacho Fontana, peinadas con gomina a full, y la voz de Cacho era la voz de la radio, en especial en ese torneo del saber que era "Odol pregunta," campeonato de preguntas y respuestas sobre temas variados, pero que más que nada nos hizo creer que todas las preguntas tenían respuestas.

Muy en los comienzos, ese pequeño adorable y ese adorable pequeño, tan manejador de situaciones al decir de sus padres y de las legiones de educadores, aún siendo ese manejador, no es para nada dueño de sí mismo, sino más bien todo lo contrario. Es lo que sucede en el capricho, ya que el caprichoso logra manejar al otro, pero no a sí mismo, con lo que se da la paradoja tan habitual de que el caprichoso no es dueño de sí, es decir, es él el verdadero esclavo en la relación consentido, consentidores.

En aquellos comienzos ese pequeño, es tan pequeño que tendrá que ser llevado a dormir, no a la cuna o dónde sea, sino "llevado a dormir", es decir a la situación del dormir. Alternando con momentos o días en que el mencionado se dormirá solo, tal vez antes de tiempo, con el consiguiente riesgo de que despierte antes de tiempo. ¿De qué tiempo? Del tiempo de los padres, ya que él todavía no está en el tiempo, ya que en ese tiempo está aprendiendo un ritmo. Nada menos. Ahí está la infancia en sus comienzos.

Todos los días de algún modo hay que poder volver a esa infancia para poder dormir, y todos los días hay que poder salir de esa infancia para poder "salir a la calle", no sin recordar que en cierto sentido la calle empieza inmediatamente después de las sábanas, un poco antes de abrir la puerta al exterior y cerrar la puerta al interior. En realidad una sola puerta, tal vez la puerta más preciosa: la que se abre y se cierra entre interior y exterior. Todos los días. La que abre y cierra la infancia, también todos los días. Más que nada para no olvidar nunca que no todas las preguntas tienen respuestas. Para que el otro pueda buscarlas y en esa búsqueda encontrar más preguntas. En eso debe consistir la educación, en todo sentido interminable.

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