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 domingo, 18 de noviembre de 2007  
Condenado por matar a un sargento ratificó su inocencia
Le dieron prisión perpetua por el homicidio de Orlando Martínez en una causa llena de anomalías

Hernán Lascano / La Capital

Pablo Pachi Figueroa está sentado mirando al suelo bajo una luz ambarina. Tiene a tres camaristas enfrente, a su abogado al lado y a un fiscal en torno de una misma mesa. La expresión de la cara redonda filtra ese pudor indefinible de las personas que están esposadas y el escalofrío interior de los momentos culminantes, del examen más bravo, del que entiende que los siguientes cinco minutos pueden definir su vida. A Pachi lo condenaron a prisión perpetua por participar del crimen de un policía, hace algo más de dos años. Hay una sola chance de que revisen su condena. Y aquí la tiene. Ahora van a escucharlo. Necesita que toda su capacidad de convicción, su lucidez y su paciencia vengan como nunca en su auxilio.

   Pero cuando lo invitan a hablar hace lo que puede. “Soy inocente. Ese día yo estaba trabajando en otro lado. No ando en la joda. Soy inocente. Ando con un carro con caballo. Agarraba y limpiaba carnicerías, verdulerías, almacenes. Soy inocente. Me confunden por el sobrenombre. Como soy inocente, cuando me buscaban mi mamá me entregó a la Justicia. Soy inocente”.

   Pachi era semianalfabeto cuando marchó con su madre a entregarse. Pensaba que iba a aclarar un error, dice, y volvería a su casa. Pero hace dos años y nueve meses que está preso. Detrás de las rejas consiguió aprender a leer de corrido. Sin embargo no es otra persona. Sigue siendo un pibe pobre y los recursos simbólicos a su alcance no le alcanzan para cifrar la enormidad que dice estar sufriendo. Lo que le falta en palabras, igual consigue asomar. No sonreirá nunca. En su cara se dibujan la confusión, la pesadez del tiempo malgastado, una desesperación como la de los mudos ante la irrupción del dolor físico.



Aquel día. El sargento Orlando Martínez fue asesinado de un tiro en la axila el 4 de febrero de 2005 a mediodía. Iba en un auto de la Patrulla Urbana junto al agente Néstor Quiroz. Tras ellos avanzaba otro móvil que llevaba a los policías Darío Cervasio y Adrián Hernández. Los policías dicen que intentaron identificar a dos chicos que iban en bicicleta por Bielsa y Felipe Moré. Según relatos que fueron discordantes el joven que iba adelante le pasó un arma a su acompañante, quien se bajó de la bici y efectuó el disparo mortal a la axila izquierda del sargento.

   Diez minutos después Cervasio detuvo a Heraldo Vera, un chico de 16 años, al que se sindicó como autor del disparo. Su acompañante, el que según la policía le había pasado el arma, no fue hallado. Lo único que se sabía de él es que le decían Pachi.

   “Me dicen Pachi”, dice Pablo Figueroa, de 24 años. El martes lo trajeron a Tribunales desde la cárcel para una audiencia abierta antes del fallo de la Cámara Penal. No tenía antecedentes penales hasta el día que decidió entregarse. Mientras le sacan las esposas repasa lo que hizo cuando mataron a Martínez. “A la hora que pasó el hecho yo estaba llegando a Génova y Alberdi. Ese día limpié una verdulería grande de un señor que se llama Cacho, en la calle Génova. Me fui a mi casa, desaté el carro y me senté a tomar unos mates con mi esposa y mi sobrino. Después empezaron a pasar los oficiales. A los tres días llegó Investigaciones a buscarme. Pero era porque mi mamá les dio mi foto antes”.

   Zully Espíndola, la mamá de Pachi Figueroa, asegura que entregó la foto porque un policía le dijo que de lo contrario le iban a abrir una causa penal a la hija de su nuera, menor de edad, detenida en la comisaría 12ª. “Fue como si me extorsionaran. Y yo les llevé la foto de mi hijo”.

   El abogado de Pachi, Marcelo Argenti, dice que esa foto dio vueltas por todos los patrulleros de Rosario. Que los policías que estaban con el sargento Martínez la vieron. Y que tras verla apuntaron a Figueroa en el reconocimiento de Tribunales como el que le había pasado el arma al joven que mató a su camarada.

   Ese acto y los dichos de los tres policías fueron las pruebas con las que el juez Ernesto Genesio, hace dos meses, le impuso la pena de prisión perpetua a Figueroa. La condena llegó pese a contradicciones flagrantes que quedaron sin despejarse en el expediente (ver aparte).



El apodo. Heraldo Vera dijo que al chico que llevaba en la bicicleta cuando lo detuvieron lo conocía de vista y sólo sabía que le decían Pachi. Al primer Pachi que llegó la policía, por informantes, fue a Figueroa. Luego a su madre le pidieron la foto de él. Ahora, en el tercer piso de Tribunales, Pachi aclara. “Yo no soy ese Pachi. No tengo antecedentes. Nunca estuve detenido ni un día. Yo trabajaba”.

   La audiencia se termina. Figueroa está callado, con las manos entrelazadas, sin parpadear. En Coronda se hizo evangelista y la oración, dice, le ayudó a aguantar. Lo desajustado de esa calma salta cuando le piden que describa su vida y sus sensaciones. En vez de hablar de tristeza, Figueroa alude al impacto de su situación en el cuerpo.

   ”Estoy lejos de mi familia, pagando por algo que no hice. Me siento físicamente muy cansado”.


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Pablo Figueroa estuvo el lunes pasado ante los jueces de la Cámara Penal.

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