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miércoles,
19 de
septiembre de
2007 |
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Charlas en el Café del Bajo
—”La vida, señores Candi e Inocencio, es más que palabras, más que pensamientos. Como dijo el filósofo: mejor ir a las obras. A veces, casi siempre, las palabras plasmadas en esta columna poseen un escaso valor, por no decir ninguno. Otras veces sus expresiones tienen algún sentido y no dejaré de considerar que en algunas pocas oportunidades pueden representar para algunas personas un comprimido de ánimo, pero como bien han dicho ustedes mismos hace unos días atrás todo ese palabrerío es harto insuficiente. ¿Creen ustedes que aun cuando en ocasiones expongan una verdad podrán cambiar algo de la vida con meras palabras? ¿No son necesarias verdaderas acciones, verdaderas concreciones y no tanta abstracción discursiva?”.
—¡Ah, no! permítame que le responda a este lector, Candi.
—Bueno, si así lo desea. Responda Inocencio.
—En primer lugar, señor, sepa que el mismo pensamiento es una acción. Y es más, ya que usted habla de abstracciones, le diré que la misma fe es una acción poderosa que se manifiesta en efectos muchas veces maravillosos. Y en tren de responderle, “señor”, sepa también que la palabra, enviada con convicción, confianza en el resultado y con plena sinceridad, es poder que de ninguna manera puede apartarse de lo que se considera acción. ¿No ha sabido, “señor”, de terapeutas que, merced a la palabra hablada, pueden trocar una vida de penas en una vida serena? ¿No ha sabido usted de esos escritores que han iluminado el alma humana y cambiado muchas veces la historia por la palabra escrita? ¿Se olvida usted de lo que dijo el genio: “En la injusticia la pluma y de espadas ninguna”? Pero claro, advierto qué cosa es lo que quiere decir con eso de la “acción”: que deberíamos hablar menos y dar testimonio de nuestra palabra por la obra. ¿Es que no entiende usted? ¿Es que acaso no comprende que no tenemos voluntad perenne, que no tenemos vida, sino por momentos? ¿Ojalá fuéramos como usted, que puede sentir, decidir, obrar, levantarse, salir, mirar, sentir, ver al prójimo y no sólo hablarle, sino levantarle. Ojalá, luego de la lectura de esta columna pudiéramos seguir viviendo. Pero no es así, cuando usted doble este diario, luego de habernos leído, habremos muerto. Cuando hoy, “señor”, la humanidad esté dispuesta a admirar el crepúsculo y sentir el significado de su silencio, nosotros estaremos perdidos en la nada y nuestro destino no será otro que el de mera alfombra rudimentaria o primer detonador del fuego de un asado o un despojo por el piso. Arderemos en la nada, “señor”, hasta que llegue un nuevo día (si es que llega). Recién entonces dispondremos, por unos escasos momentos, de ese soplo para poder obrar como podemos. Es que, estimado amigo, Candi e Inocencio son poca cosa; no más que dos personajes sin vida propia. Apenas dos marionetas manejadas por un señor al que con frecuencia burlamos con la ayuda de Dios y le hacemos decir aquello que, por sí mismo, sería incapaz de decir. ¿¡Pero quién es el autor de esta carta Candi?!
—El autor de la columna, Inocencio. Compréndalo, amigo.
Candi II
([email protected])
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¿Cree que se respetará el acuerdo de precios hasta fin de año en electrodomésticos?
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"Los pícaros que quieren ganar un poco más le hacen mal al país"
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