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 domingo, 15 de julio de 2007  
Para beber
Para días fríos

No voy a hablar del tiempo, pero debo decir que he pensado en muchos trucos para alejar el frío. Entre ellos, obviamente, está la ingesta de algún trago que me procure el calor que el clima me niega. Parada delante de la mesita que alberga botellas de diversas calañas, me detengo frente al porrón de Bols y mi cabeza vuela hasta una imagen que se acurruca entre los recuerdos más queridos, sábados a la noche en el cine Arteón.

Los que ronden mi edad tendrán presente los inevitables intervalos en los que el público aprovechaba para intercambiar opiniones de lo que había visto saboreando un vasito de ginebra. Allí de pie, un chispazo me trajo a la mente una nota de Norman Miller, sobre el resurgimiento que esta bebida estaba teniendo en Inglaterra, y me pareció ilustrativo contarles lo que acontece con ella en tierras británicas y, de paso, brindar por este renacimiento de la coctelería que se está imponiendo en los bares de la ciudad.

Para quienes lo olvidaron, su aparición como bebida curativa fue debido al empeño del profesor Franziskus de Bove, quien buscaba un medicamento contra las malas consecuencias de la buena vida, y con esa intención desarrolló un licor para los dolores estomacales en base a cebada, centeno, maíz y enebrinas. Al licor lo llamó genièvre, y se le otorgaban poderes curativos, pero el elixir fue rebautizado por el público como Jenever. La ginebra llegó a tierras inglesas en el siglo XVII cuando los mercenarios regresaron de luchar en los Países Bajos, donde se la usaba para paliar los nervios antes de cada batalla, lo que parece que le dio a los holandeses fama de corajudos; algo similar pasó en Escocia con el whisky. Cuenta Miller que con el ascenso de Guillermo de Orange al trono inglés en 1689 se puso de moda la bebida holandesa, y su nombre se redujo a “gin”, la desregulación del proceso de destilado y la prohibición de importar productos franceses le dieron el empuje final.

Pero el auge que alcanzó hizo que el consumo y sus consecuencias se les fueran de las manos a las autoridades, y el desenfreno que desencadenó la hicieron merecedora de un apelativo poco agradable “la ruina de las madres”. Su mayor reconocimiento le llegaría con la aparición de los cócteles en los que pasó a formar parte del elenco de más de la mitad de las mezclas que se presentaban en las cartas. Claro que nada es definitivo, y quién diría que su brillo se opacaría a manos del vodka que llenaba las copas de los más engreídos espías en pleno auge de la guerra fría.

Pero Desmond Payne, el maestro destilador de Beefeater, asegura que la ginebra es el paradigma de la sofisticación gracias a la combinación única de hierbas, especias y aromatizantes cítricos que da a cada una sus cualidades distintivas.

“Raíz de lirio de México o Perú, aromática y con matices de violeta y tierra. Angélica de aroma dulce y almizclado con regusto a pino. Semillas de cilantro que evocan el jengibre y el limón, junto al sabor intenso y untuoso de la cáscara de naranja amarga de Sevilla. Los matices cítricos son los más volátiles, los que primero te golpean, pero cada ingrediente apunta a un lugar distinto del paladar. La contraseña debería ser claridad de sabor y equilibrio”.

Para terminar, Miller reproducía unas palabras de la escritora Dorothy Parker (les cuento que volvió a las librerías una reedición de “Una dama neoyorquina”) donde decía: “Me encanta beber martinis, pero como mucho dos. Con tres estoy debajo de la mesa y con cuatro debajo de mi anfitrión”. Que, como Dorothy bien sabía, es otra buena forma de entrar en calor.



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