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sábado,
30 de
junio de
2007 |
La victoria de las ciudades
Manuel Rodríguez Rivero / ABC (Madrid)
Según el informe de las Naciones Unidas acerca del estado de la población, en algún momento de 2008, y por primera vez en la historia, el número de habitantes de las ciudades será superior al de las zonas rurales. Se quiebra así definitivamente el que, desde nuestros orígenes como especie, había sido el más extendido modo de hábitat humano.
El informe subraya otros aspectos importantes, como que el incremento de la población urbanita del planeta (a razón de cerca de un millón de personas por semana), está teniendo lugar, sobre todo, en Asia, Africa y América Latina, tres continentes en los que el éxodo rural ha aumentado prodigiosamente en los últimos años, y que habrán doblado su población ciudadana en un par de décadas, acercándose a, o superando, ese 72 por ciento de habitantes de ciudades que ostenta Europa o el 81 por ciento de Estados Unidos.
El documento constata, asimismo, que las ciudades que más crecerán son las pequeñas y medianas; las megalópolis hipertrofiadas (México, Bombay, Sao Paulo, Seúl) se estancan o pierden habitantes, un proceso que, sin embargo, no afecta a megaurbes que, como Nueva York, Tokio o Londres, forman parte del exclusivo club de las “ciudades globales” (en la terminología de Saskia Sassen), es decir, de ese pequeño número de metrópolis cuya actividad tiene un efecto significativo en la economía, la cultura o la política del planeta.
Desde que surgieron las primeras aglomeraciones humanas en el creciente fértil, la ciudad ha sido el factor ineludible del progreso. Erigidas en lugares privilegiados para la defensa o el intercambio, se convirtieron inmediatamente en focos de atracción y de irradiación de riqueza y cultura. La primera gran revolución urbana de la modernidad, propiciada por el impulso movilizador de la Revolución Industrial, fue el inicio de un camino que ahora parece llegar a su cénit: cada vez más el mundo se hace ciudad y la ciudad suplanta al mundo.
Balzac, que sabía de lo que hablaba, afirmaba que no había mejor novela que la vida de una ciudad. Para los grandes narradores del XIX, la moderna urbe no sólo era el ámbito donde transcurría la peripecia de héroes individualistas y problemáticos, sino, a menudo, un auténtico personaje sin rostro cuyo devenir proteico era mucho más que la mera acumulación de las vidas que la habitaban. El Londres de Dickens, el Madrid de Galdós y el San Petersburgo de Dostoyevski nos familiarizan con esa ciudad que, a partir de Baudelaire, ya reconocemos -para bien o para mal- como nuestra.
Pero el desarrollo de la ciudad se alimenta de la mayor de las paradojas, al concentrar a la vez la miseria de los desposeídos que a ella acuden y los medios y oportunidades que les permitirían abolirla, pero a los que no todos logran acceso. Por eso, la ciudad atrae con el sueño de la prosperidad, pero a menudo acaba siendo sumidero de esperanzas y partera de nueva miseria para los excluidos.
El informe de las Naciones Unidas señala lo que está sucediendo y, además, formula un serio aviso al que no sólo deberían prestar atención gobernantes y urbanistas: una tarea urgente para ya mismo es re-imaginar y planificar la estructura, prestaciones y servicios (desde la vivienda y la salud a la higiene y la educación) de esas ciudades que van a crecer exponencialmente a partir de ese arrollador flujo migratorio desenraizado, modificando radicalmente el entorno, las formas de convivencia y la calidad de vida de sus habitantes. Encontrar fórmulas para las ciudades que tengan en cuenta las complejas realidades del mundo que nos ha tocado vivir es una tarea acuciante. Como también lo es educar a los nuevos urbanitas en los valores democráticos que surgieron en y desde ellas. Si ellos faltan nuestras ciudades pueden convertirse en infiernos superpoblados.
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