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domingo,
13 de
mayo de
2007 |
[Territorios]
Nidos en la cultura del miedo
A casi un mes de la Masacrede Virginia, un análisis sobre cómo se establecen los vínculos sociales en la universidades de EEUU. La proliferación de armas, una clave
Por Susana Rosano (*)
Ningún indicio, ni siquiera la bruma que se colgaba silenciosa sobre los bucólicos jardines de la universidad, parecía anticipar que el día que comenzaba sería diferente. Como cualquier lunes, aquel 16 de abril bien temprano en la mañana los alumnos de grado de Virginia Tech se preparaban para comenzar la semana. Una ducha rápida, un café con donuts, los ejercicios para la clase de francés o alemán garabateados a último momento sobre el escritorio del dorm, el MP3 ajustado en las orejas, se convirtieron una vez más en los morosos preparativos con que se iniciaba un nuevo día.
Pero ese día nada iba a ser igual en Blacksburg. Los extraños ruidos que se escucharon a las 7.15 de la mañana en uno de los dormitorios del inmenso edificio del West Ambler Johnston, donde duermen 900 estudiantes, y que algunos confundieron con el golpeteo de puertas y ventanas, se convertirían más tarde en una balacera inconfundible.
Las ciento setenta balas que el estudiante surcoreano Cho Seung-Hui disparó en sólo nueve minutos dejarían un saldo de treinta y tres muertos, el record absoluto en el historial de asesinatos múltiples en los Estados Unidos, y un interrogante que tal vez nunca pueda ser totalmente contestado: ¿cómo fue posible esto?
Virginia, tierra natal de Thomas Jefferson, es un Estado de muy fácil acceso a las armas de fuego, donde se cumple a rajatablas el derecho constitucional que tiene cada ciudadano norteamericano de portarlas. A tal punto que esto hizo posible que un muchacho con un historial clínico de perturbaciones mentales como Cho Seung-Hui pudiera comprar dos pistolas semiautomáticas sin ningún tipo de contratiempos, y cumpliendo todos los requisitos legales. La revista Time, en una de sus últimas ediciones, consigna en este sentido que no sólo es muy fácil comprar armas en Estados Unidos, sino que también es muy barato: por una de las pistolas y una caja de cincuenta balas de 9 milímetros el joven pagó 571 dólares, una cifra accesible para un estudiante universitario norteamericano.
Cho Seung-Hui había emigrado junto a su familia desde Corea del Sur a Detroit, en los Estados Unidos, en 1992, cuando contaba sólo ocho años. Sus padres viven actualmente en un suburbio de Washington, donde son propietarios de una tintorería. En muchos sentidos se podría afirmar que alcanzaron el sueño americano: no sólo lograron en Estados Unidos ser los dueños de un negocio sino que cumplieron el anhelo de ver a su hija Sun Kung estudiar economía en Princeton, una de las mejores universidades norteamericanas, y a Cho en Virginia Tech, cursando una especialización en filología inglesa. Sin embargo, por lo que recuerdan sus compañeros y algunos de sus profesores, Cho no era un chico feliz.
Hace un par de años incluso su profesora de poesía, Nikki Giovanni, quien lo recuerda como un “matón”, decidió expulsarlo de su clase, escandalizada por el contenido violento de los escritos del muchacho, y aconsejó además que lo atendiera un psiquiatra. El informe del psiquiatra fue lapidario: se consideró que Cho estaba mentalmente enfermo y necesitaba hospitalización, que tenía intentos suicidas y que significaba un peligro para sí y para los otros. ¿Por qué entonces no se lo separó de la clase, no se lo internó en una clínica? Tal vez estas preguntas no sean fáciles de responder. Sobre todo en los Estados Unidos, donde la privacidad y lo privado son palabras mayores a la hora de definir conductas y políticas.
Perfección y soledad Las universidades son allí enclaves jerárquicos, cerrados sobre sí mismos. A tal punto que muchas de ellas —como por ejemplo Darmouth, Cornell y Yale, que pertenecen al Ivy League (Liga de la Hiedra)— tienen sus campus totalmente separados de las ciudades, lo que las convierte en mundos aislados.
Casi perfectos desde el punto de vista de su infraestructura y de sus recursos infinitos (extraordinarias cantidades de fondos para la investigación, bibliotecas impecables, profesores de excelencia académica indiscutible), estos mundos sin embargo condenan a sus habitantes a una soledad pavorosa.
A tal punto, por ejemplo, que al ingresar al maravilloso campus de Cornell, en Ithaca, al norte de Nueva York, existe un puente alado sobre un arroyito serpenteante, objeto de las miles de fotografías que los visitantes toman cuando recién arriban al lugar. Sin embargo, alguien advierte al recién llegado que ese es el puente que mayor número de suicidios de estudiantes registra en los Estados Unidos. ¿Qué sucede entonces? Más allá de los recursos, la soledad hace estragos en estos lugares, extraordinariamente competitivos, sobre todo en los estudiantes extranjeros, acostumbrados a una sociabilidad diferente al individualismo anglosajón. Y al hacer estragos, la soledad demuestra que la excelencia académica muchas veces no resulta suficiente. Que los seres humanos necesitan para vivir, y para vivir de una manera saludable, un entorno de comunidad, de intercambio afectivo.
Tal vez por el hecho de que las universidades son privadas y de que sus matrículas no bajan de los treinta mil dólares al año, se podría afirmar que sólo una pequeña parte de la población norteamericana tiene acceso a la enseñanza superior.
Jennifer Gallagher, una arquitecta de 33 años que vive y trabaja en Pittsburgh, reconoce que es muy difícil poder explicarse este tipo de crímenes. Sin embargo está convencida de que “la permanente separación entre las clases altas y bajas en los Estados Unidos tiene parte de la culpa”.
Hasta hace poco tiempo, los sectores populares tenían acceso a la universidad gracias a la ayuda de los préstamos académicos. Pero una de las consecuencias económicas de la guerra de Irak ha sido el encarecimiento de los créditos. Y en los últimos años éstos son más difíciles de pagar para la gente, hecho que junto al aumento del costo de las matrículas universitarias hace que cada vez menos pobres puedan acceder a la universidad en los Estados Unidos.
Gallagher va a un poco más allá en su análisis, y ofrece un punto de vista que puede ser una buena clave para pensar este tipo de fenómenos: “Creo que como país, los norteamericanos tenemos una historia de violencia que viene siendo retroalimentada desde los sectores de poder a partir de diversos miedos: miedo al terrorismo, a los robos callejeros, a los secuestros, a los incendios, al abuso sexual. Parece como si desde algunos sectores como los medios se promoviera el hecho de que los norteamericanos temamos cada día a alguna cosa más, y de esta manera la gente se arma hasta los dientes, y a uno solo le queda esperar que ocurra una masacre como la de Virginia Tech”. Mucho miedo, muchas armas sin control, mucha soledad, mucho resentimiento. Un coctel explosivo.
(*) Periodista y profesora universitaria. Se doctoró en la Universidad de Pittsburgh, donde fue docente de grado.
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