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 domingo, 24 de diciembre de 2006  
[Primera persona]
Un hijo ilegítimo de su época
El poeta uruguayo Roberto de las Carreras desafió las convenciones de su tiempo. Carlos María Domínguez Lo evoca en "El bastardo", una biografía en clave de novela

Osvaldo Aguirre / La Capital

Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955) reside en Montevideo desde 1989, por lo que se siente, dice, "un ciudadano de las dos orillas". Fue en Uruguay donde comenzó a difundir su obra literaria, por la que ha recibido premios y un amplio reconocimiento de la crítica y de los lectores. Este mes Alfaguara publicó en Buenos Aires la primera edición argentina de "El bastardo", biografía de Roberto de las Carreras (1875-1963), un poeta que, sin temor a los escándalos, hizo un blasón de su condición de hijo ilegítimo y desafió las convenciones morales e intelectuales de su época.

Domínguez dedicó tres años a la investigación, en un recorrido que lo llevó por diversos archivos y en los que encontró "al otro personaje de la historia que era Clara García de Zúñiga, la madre de Roberto". Así comenzó a desplegarse una trama de conflictos que remiten a la Argentina del siglo XIX y a figuras tan relevantes como Justo José Urquiza y Juan Manuel de Rosas. En Uruguay, donde apareció en 1997, el libro agotó seis ediciones y tuvo una versión teatral.

-¿Cómo surgió la idea de hacer el libro?

-Empecé a investigar la vida de Roberto de las Carreras por una propuesta de la editorial Cal y Canto, de Montevideo, en particular de Beto Oreggioni. Fue una experiencia singular. Beto Oreggioni era un gran editor, un apasionado de esas que ya casi no existen en las editoriales, capaz de acompañar a un escritor en la producción de una obra. Entonces me dio una cantidad de textos originales de Roberto, de primeras ediciones que él tenía. Y a medida que yo iba escribiendo cada capítulo nos juntábamos y lo discutíamos. Compartíamos el entusiasmo de esa aventura de escribir "El bastardo".

-¿Cómo aparecía entonces la figura del personaje?

-Hasta entonces Roberto era un loquito, un poeta anecdótico del 900, referenciado siempre en la letra chica. Y en los breves ensayos que le dedicaron Emir Rodríguez Monegal, Alberto Zum Felde y Ángel Rama, los tres grandes críticos de Uruguay, aparecía dibujado en su aspecto más bufonesco. Ellos no creyeron que allí se jugara un drama importante. Entonces gran parte de la escritura del libro es una discusión sostenida con esa generación que soslayó en su producción crítica el costado más dramático de esa vida y lo que ese drama tenía de central para comprender los conflictos culturales, morales e intelectuales de la generación del 900 tanto en Uruguay como en Argentina.

-El libro está escrito como una novela, pero tiene notas al final donde se consignan las fuentes. ¿En qué género lo ubicarías?

-No es estrictamente una novela. Básicamente es una biografía, pero tiene una clave literaria, de novela, y también alterna el ensayo de ideas. Todo el entrecomillado del libro, y hay mucho, es textual. Tanto el material histórico, por ejemplo el expediente judicial que sigue el juicio en que declararon loca a Clara García de Zúñiga y la despojaron de su fortuna, como las crónicas que mandaba Roberto en su viaje por Europa, tienen un carácter literario y una intensidad dramática que parecen novelescos. Entonces yo me podía deslizar de lo narrativo al documento sin que se produjera ninguna violencia en el tono de la escritura. Eso lo quise aprovechar al máximo. Me propuse no inventar ningún episodio, respetar los hechos históricos, de pronto hacer una recreación narrativa, literaria, de ambiente e ir alternando la historia de Roberto y la de Clara, que en última instancia son diferentes pero caminan paralelamente hacia un final dramático, hacia la locura. Cuando el libro se publicó en Uruguay no se sabía si tomarlo como biografía o como novela, porque alternan los dos géneros. Eso funcionaba a favor de poder aprovechar la posibilidad de dar cuenta de la historia desde una estructura novelística. Sin faltar a la verdad y con los recursos propios del género novelístico. La biografía de Onetti, que escribimos con María Esther Gilio, y la del Tola Invernizzi, la tercera y última biografía que escribí sobre personajes del Uruguay, tienen ese tono, que requiere un involucramiento personal del escritor.

-¿Cómo pensás ese compromiso con el tema?

-Creo que es un prejuicio considerar que vamos a ganar objetividad porque hagamos un trabajo impersonal. En todos esos libros hay una asunción personal de que quien está escribiendo es una voz involucrada con lo que está escribiendo y que puede dar una cantidad de tonos y matices alrededor de la historia que cuenta lo suficientemente amplia como para respetar su complejidad. En todo caso hacerla atractiva y enigmática, como enigmática es la realidad, e inagotable, como inagotable es la realidad. Respecto de otras biografías y de otras tradiciones, como puede ser la inglesa, esto sería el polo opuesto. Sin embargo me parece que no desmerece la verdad biográfica porque las fuentes allí están, entrecomilladas, anotadas. Sólo que en vez de hacerlo desde un estudio aséptico lo asumo desde un costado literario.

-Parece una paradoja que la verdadera dimensión del personaje haya sido soslayada cuando era tan visible en su época.

-Bueno, él era una leyenda, dibujada con pespuntes, con algunas anécdotas, pero no estaba investigado. Yo entiendo que Roberto es un poeta menor, como señalaron los críticos que he mencionado, pero ocupó un lugar central en la cultura de la época, en esa generación del 900 de la que participaron sus amigos, Julio Herrera y Reissig, Florencio Sánchez, Horacio Quiroga, José Ingenieros. Una generación marcada por una situación muy especial: es la primera generación enfrentada con el criollismo, con la retórica de estas naciones que por primera vez consolidaban un Estado nacional, una burguesía en ascenso, una moral.

-En la biografía señalás que Roberto de las Carreras marcó su identidad en un límite difuso entre realidad y ficción.

-Sí, yo creo que es deliberada esa indiscriminación y tiene también que ver con sus dotes de esgrimista, porque él era un gran esgrimista. Allí hay una exposición teórica donde se dice que es imposible defender un ataque de esgrima y por lo tanto todo consiste en desarmar el juego del adversario y luego salir a atacar. Roberto arrastraba esa humillación en la moral victoriana de la época que era ser hijo bastardo; entonces él da vuelta esa vergüenza y lo transforma en orgullo, en bandera de su propia dignidad, la sale a esgrimir. Es un poeta que lleva su vida a lo Oscar Wilde, su mejor poema es el drama que está encarnando en su propia careta, la careta es el rostro. Es una permanente ostentación de la privacidad en el espacio público cuando la organización del Estado y la moral burguesa precisamente imponían la separación entre lo privado y lo público. Roberto asume un tono confesional que está bastante lejos de la retórica neoclásica que se venía haciendo. Y lo hace con las formas que trae Rubén Darío y cultiva Herrera y Reissig. Es un nuevo tipo de intelectual, que nace de los cafés, de la prensa. En ese registro Roberto tiene un rol central. De hecho protagonizó cantidad de escándalos defendiendo el derecho de la mujer a practicar su propio erotismo, su independencia, su libertad sexual, lo que en última instancia era una defensa de la madre. Pero en la defensa de la madre se ponía de manifiesto la sujeción de la condición de la mujer en la sociedad del 900. Hay que considerar que Clara es despojada de su fortuna, considerada muerta legal, por ejercer esa independencia.

-¿Qué fue, en definitiva, lo que más te atrajo para escribir el libro?

-La posibilidad de dar una imagen distinta de la época, una imagen del patriciado vinculado a conflictos íntimos y personales. Y el espíritu de vindicación del drama personal de Clarita y Roberto, que habían sido maltratados injustamente por la crítica, por la visión moralina que se daba de ellos como dos loquitos curiosos y patéticos. Me pareció que no, que ahí se jugaba un drama importante para revelar las claves de un momento de la cultura uruguaya y argentina. Había que tratarlos de otra forma, merecían una centralidad por el alto precio que pagaron ambos por su coraje. Porque tuvieron un enorme coraje para enfrentar las convenciones de la época y dirigir sus destinos por un camino que no iba a Roma. Y la sociedad se los hizo pagar muy caro.
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Documento. El poeta, nombrado cónsul.

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