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 domingo, 24 de diciembre de 2006  
lecturas
La ley de la calle

Lisy Smiles / La Capital

Novela. La canción de los peces que le ladran a la luna, de Osvaldo Bazán. Editorial Marea, Buenos Aires, 2006, 157 páginas, $ 29.

Que los peces le ladren a la luna es algo poco probable, salvo para la literatura o el cine. Y entre esos dos saberes se sitúa Osvaldo Bazán al momento de desplegar su último libro: "La canción de los peces que le ladran a la luna". Para lograr que la historia circule acude a distintos recursos de uno y otro género, y si en algún momento la cosa tiende a inmovilizarse inventa variaciones que van desde el periodismo a la mirada íntima de un narrador que no quiere, no le interesa, quedarse afuera de la trama.

Vil, el Ñoca, River, Garota, Laura, el Peor, Sangre, el cabo Sepúlveda o hasta el propio Acosta, un fiel representante de las Fuerzas Vivas, nadan contra la corriente porque no les queda otra o porque la vida que les tocó no es otra cosa que la suma de múltiples mentiras.

Pero esas mentiras nada tienen que ver con una valoración moral, esas mentiras son reales, impiadosamente reales.

Bazán elige describir a sus personajes a través de la acción, y esa acción se juega en un escenario clave: una ciudad muy parecida a Rosario. Las esquinas, los minimarkets abiertos las 24 horas, los bulevares, sus estatuas, un loquero, terrazas, una embotelladora abandonada y un departamento demasiado minimalista para tanto horror albergan las historias que se cruzan y se separan a la vez.

Es difícil leer esta novela tras los pasos de protagonistas o antagonistas. La narración, en todo caso, arroja sobre las páginas un cúmulo de vidas que ni sus dueños están seguros de cómo son vividas.

Muchos de ellos son desangelados. Taxiboys por opción o necesidad, dementes románticos o sádicos irredentos se cruzan en una estructura que los unirá irremediablemente sobre el filo de una navaja, que Bazán maneja a veces con suavidad y otras sin eufemismos.

"La canción de los peces que le ladran a la luna" es una novela coral, profundamente coral. Porque se juega a través de distintos registros de escritura como la crónica, el guión, el diario íntimo o la narración clásica. Hay densidad pero también levedad; drama, comedia, ironía, suspenso y humor se esparcen por las ásperas páginas de papel reciclado.

Cada tanto, Bazán, ese narrador que no se oculta, trata de calmar la tensión y advierte al lector, y a los propios personajes, que sólo se trata de literatura. Pero el bálsamo es una trampa: el realismo como creación pura descarna hasta a los sentimientos más tiernos. Como cuando evoca a esos peces, tan parecidos a los que ilusionan en el filme "La ley de la calle".

Porque a pesar de que se anuncia la inexistencia del amor, los desangelados personajes que componen esta novela sufren porque en algún momento sospechan, avizoran, la existencia de ese sentimiento.

Es más, el amor, esa extraña sensación, es el trazo que une las microhistorias, y en todo caso su negación es lo que las separa, las expulsa por fuera de los márgenes.

Y una vez instalados en ese territorio, los personajes juegan con el límite, con lo que es mejor no ver. Se puede entonces, hablar de puntos de vista, de cómo una historia plana adquiere distintos relieves no sólo de acuerdo a quién la cuenta, sino también a quién la vive.

"No hay nada que las palabras te puedan enseñar", le dice un personaje al narrador que se empeña en entender lo que ocurre, y ese consejo toma cuerpo en Bazán que continuamente crea imágenes, escenarios, propone tomas, y hasta parece que guiona escenas de un filme noir.

Entonces aparece la pregunta sobre si esta novela es una historia de marginales, de ángeles caídos. La respuesta es pura ilusión, como aquella que sólo se logra ver cuando se escucha la canción que cantan unos peces que le ladran a la luna.


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Alma suburbana. Bazán se mete de lleno en los límites de una áspera ciudad.

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