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 domingo, 24 de diciembre de 2006  
Reflexiones
Una Navidad, un Janucá en Auswichtz

Carlos Duclós / La Capital

Edith estaba con su hermana en un convento de Holanda cuando irrumpió la Gestapo. Había emigrado de Alemania, porque para entonces los nazis estaban ávidos de cazar judíos ¿Judíos? ¿Sólo judíos? Sí mayoritariamente, pero no exclusivamente, porque como se sabe, también fueron perseguidos católicos, protestantes, gitanos y otras minorías. En los campos de exterminio, la humanidad, por ejemplo, perdió a maravillosos pensadores y teólogos protestantes. Edith, como se expresa, se había fugado de Alemania y estaba en un convento de Holanda con su hermana. Desde luego, sus colegas, sus compañeras religiosas y las autoridades de la orden de las Carmelitas Descalzas le habían sugerido y ayudado para que huyera y se refugiara en otro lugar. Pero ¿qué necesidad tenía Edith de huir del nazismo? Edith Stein no era una mujer más, era una monja, católica, pero de origen judío. Ella era filósofa, pensadora que, como a tantos seres humanos, la develaba la búsqueda y el encuentro de la “verdad”, la verdadera razón de la existencia humana.

  Mucho antes del advenimiento del nazismo al poder, Edith leyó a Santa Teresa de Jesús y al terminar de leer el libro dijo: “Esta es la verdad”. No sólo se convirtió al catolicismo, sino que se hizo monja. Su hermana la siguió. Para Hitler y sus seguidores no importó que Edith se hubiera convertido, que fuera autora de numerosos escritos en donde plasmó un rico pensamiento. No importó que fuera seguidora de Cristo. Tenía sangre judía y por eso la persiguió con sus sabuesos de la SS hasta el mismo convento holandés. La detuvo, la envió a Auswichtz, allí la torturó y finalmente la gaseó. Las últimas palabras que se le conocen a Edith Stein, emocionantes, hondas, fueron las que le dirigió a su hermana cuando fueron encontradas: ¡“Vamos hermana, vamos con nuestro pueblo“! En realidad, esta monja jamás renegó de su condición de judía y tanto tenía entre sus manos el Evangelio como el Primer o Antiguo Testamento en el que se encuentra la Torá. Alguna vez —dígase de paso— deberá estudiarse profundamente la verdad que había encontrado esta mujer en el pensamiento judeo-cristiano y que cosa significa “nuestro pueblo”.

  En los campos de exterminio murieron más de seis millones de seres humanos ¡seres humanos! La gran angustia, la tremenda pena, el infinito dolor (porque un dolor así es infinito y puede que hasta eterno) lo padecieron los judíos y sólo por ser judíos. Pero muchos religiosos de otros credos, muchas otras personas sufrieron la misma suerte. Aquí en Rosario, aún vive una mujer polaca, profundamente católica, que padeció el Holocausto. Ludmila, tal es su nombre, lleva tatuado el número que en los campos de concentración le estampó el demonio nazi. Demonio que el presidente iraní dice, disparatadamente, que no existió. Otros religiosos no judíos fueron asesinados sólo por considerar al nazismo un delirio, un neopaganismo, una obra del mal. No estaban equivocados. El reconocido jesuita padre Freidrich Muckerman, envió a quien sería luego Pío XII, y que había sido nuncio en Alemania entre 1917 y 1929, una carta fechada el 16 de noviembre de 1934. En ella sostenía que “El nacionalsocialismo es por su naturaleza una suerte de religión. El llamado neopaganismo y el nacionalismo son entidades idénticas”.

Sin embargo, y a pesar de incontrastables testimonios, relatos, fotografías, historias de todo tipo y miles de personas que aún viven y recuerdan la devastación de familias enteras en los campos de exterminios, las acciones espantosas a que fueron sometidos tantos seres humanos (como hacer ver a las madres y los padres como ingresaban los hijos a las cámaras de gas, o como poner de observadores al esposo y a los hijos mientras se fusilaba a la esposa y madre);a pesar de tantos testimonios que conmueven, estremecen y angustian aun a la distancia y en el tiempo, el gobierno iraní, su presidente, Mahmoud Ahmadinejad, sostiene que el Holocausto no existió y acaba de convocar a un congreso de intelectuales que coinciden con él y sus peligrosos seguidores. Esto no es casualidad, el mal sigue operando en el mundo. La acción del presidente iraní tiene mucha semejanza con la de Adolfo Hitler: la destrucción del Estado de Israel y de todo aquello que se oponga a sus planes. Y si esta nueva religión (porque como bien dijo el padre Muckerman hay movimientos políticos-terroristas que son religiones que adoran a otros dioses y no al único Dios) necesitara para sus fines asesinar a pensadores, filósofos, monjas, pastores, curas, monjes, ateos y lo que sea, pues de seguro lo haría. ¿No lo ha hecho? Si el mal (Hitler y sus émulos actuales) no hubiera encontrado a los judíos para descargar su odio, hubiera encontrado a otros seis o sesenta millones de personas para hacerlo, porque la naturaleza del mal no tiene en cuenta cuestiones de forma, sino que lo que espanta a la naturaleza del mal es la naturaleza del bien, esa es la cuestión de fondo. La persecución a los judíos fue una cuestión racial, pero entiéndase que no fue la única. “¡Vamos hermana, vamos con nuestro pueblo!“, dijo Edith. ¿Quién es ese pueblo? ¿Sólo judíos?

La Daia Rosario acaba de expresar que “la conferencia sobre la negación del holocausto en Irán es una afrenta a las naciones del mundo. La Daia repudia la realización de la conferencia internacional en Teherán, convocada por el gobierno iraní, para poner en duda la tragedia de la Shoá, el Holocausto. Una vez más el presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad, presenta ante el mundo su verdadero carácter antisemita y apologista del genocidio, reiterando el agravio a la memoria de los seis millones de seres humanos que fueron asesinados por el nazismo por su sola condición de judíos. La sola nómina de los participantes invitados, entre los que se encuentran notorios neonazis e incluso ex dirigentes del Ku Klux Klan, exime de todo comentario sobre el supuesto carácter “académico” de la convocatoria. Ello constituye —sostiene la entidad— una afrenta al conjunto de las naciones del mundo que el 1º de noviembre de 2005, en la asamblea general de las Naciones Unidas, aprobaron la resolución 60/7 en la que designa el 27 de enero como Día Internacional de la Conmemoración del Holocausto y rechaza y condena toda negación de este hecho histórico, afirmando: “El antisemitismo racista resurge periódicamente en las especulaciones cínicas que relativizan o niegan lo ocurrido”. Nada más cierto.

Hace pocos días, monseñor José Luis Mollaghan, arzobispo de Rosario, recibió a un grupo de dirigentes de la colectividad judía que concurrió a saludarlo con motivo de las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Durante el encuentro, el prelado les narró lo que él debió vivir en ocasión del atentado contra la Embajada de Israel. Estaba enfrente y debió ser hospitalizado en razón de la explosión y sus consecuencias. Monseñor Mollaghan recordó a los dirigentes de la colectividad judía que en el hospital se encontró con judíos y no judíos. “Todos estábamos allí unidos en el dolor”, dijo. La frase del arzobispo es profunda. En los campos de exterminio también estaban judíos, cristianos, gitanos y muchos otros unidos en el dolor. ¿Cómo habrá sido la Navidad en Auschwitz para la monja Edith Stein y otros católicos y protestantes que estuvieron cautivos aguardando la hora de la muerte? ¿Cómo habrá sido el Pesaj, el Yom Kipur, las fiestas de las luces, Janucá, para millones de judíos que sólo advertían la oscuridad de la muerte sólo por ser judíos? Dijo la monja Edith Stein: “El que anda tras la verdad vive preferentemente en ese centro interior donde tiene lugar la actividad encantadora del entendimiento; si en serio trata de buscar la verdad (y no de acumular meros conocimientos aislados), tal vez se halla más cerca de Dios, que es la misma verdad”. Ningún presidente, ningún poder terrenal podrá jamás ocultar la verdad. Y la verdad, estimado lector, es que Dios también sufrió y lloró en los campos de concentración y en ese gran campo de la indignidad que fueron los territorios ocupados por el mal. Un mal que ahora revive y pretende negar tanta desolación.
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