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 domingo, 24 de diciembre de 2006  
Tema de la semana
Borrachos de economía

Julio Villalonga

Los finales de año son terreno fértil para los balances. Y como casi cualquier actividad humana, los balances son subjetivos. La ministra de Economía, Felisa Miceli, acaba de declarar que el gobierno “tiene derecho” a ver la copa “medio llena”. Efectivamente, tanto derecho como el que le asiste a la oposición a verla “medio vacía”.

  La inflación anual rondará finalmente el 10 por ciento. El presidente Néstor Kirchner le pidió a principios de año a Guillermo Moreno, el secretario de Comercio, que pusiera a los precios en caja y que no se desmadraran. El objetivo se cumplió, al menos si nos fijamos en los índices que difunde el Indec. Si entramos a hilar fino se verá que el gobierno buscó poner un corcet a los precios de productos que son básicos, sin que importe mucho la calidad. De este modo, en las góndolas pueden verse alimentos de primera necesidad dentro de los márgenes que impuso el gobierno y otros de los mismos fabricantes, de primeras marcas, pero a precios superiores. Hoy recorrer un supermercado aporta una visión más realista que la que promueve la lectura de los índices. Y en los sectores medios y medios bajos conviven dos percepciones: que para comprar los mismos productos que hace un año hace falta bastante más que el 10 % que subió la inflación; y que el 19 % de aumento para aquellos que lo recibieron no alcanza para hacer frente a los mayores costos, aunque ayude bastante.

  Como telón de fondo, otros números de la economía le dibujan una sonrisa a la administración Kirchner. Las exportaciones siguen superándose a sí mismas, la deuda externa bajó levemente, el empleo en negro también, aumentó la ocupación. En fin, casi no hay índice que no apunte para arriba. Paralelamente, el crecimiento sostenido en niveles como el actual (al 8 o al 9 por ciento anual) ha provocado un cuello de botella que resulta palpable en el plano de la energía. Como en otros terrenos, el gobierno luce como esos malabaristas que tratan de mantener ocho platos girando sobre sus ejes. Seguirá siendo exitoso en la medida en que ningún plato se estrelle contra el suelo.

  También es cierto que en el sector privado, desde la última crisis sólo se hicieron inversiones de mantenimiento porque la demanda era escasa. Pero también lo es que para acumular rentabilidad, las empresas siguieron sin invertir hasta ahora. El Estado, por su parte, está ocupando el lugar que le corresponde con una serie de inversiones en infraestructura que no comenzarán a funcionar hasta bien entrado el segundo mandato kirchnerista, sea quien sea el que ocupe el sillón de Rivadavia. En una postal de lo que sigue siendo la Argentina, hasta entonces funcionarios y usuarios deberán cruzar los dedos para que las lamparitas sigan encendidas cuando las necesiten.

  Como siempre (sugiero leer la historia argentina del último siglo para confirmarlo), cada sector se arroga la totalidad del sacrificio en beneficio de los demás. El discurso de la mayoría de las organizaciones del campo va en ese sentido. Está claro que parte de la rentabilidad por cierto sin antecedentes de la producción agropecuaria es la que financia este remedo de “Estado benefactor” que busca encarnar la actual administración. También es evidente que es moralmente reprobable que el campo no entienda que ganar dinero con la producción genera derechos y también obligaciones con la sociedad y el país donde se siembra soja o se cría ganado. Hay que leer los textos de los fundadores del capitalismo para ver que en las bases de este sistema aparecen juntos el derecho legítimo a ganar dinero con la solidaridad con aquellos que son menos favorecidos. Es una suerte de “prima” que debe pagarse para garantizar la paz social, si nos permitimos verlo de un modo absolutamente utilitario. Pues bien, a muchos dirigentes y productores del campo lo único que parece importarles son sus posesiones.

  Por su lado, el presidente y sus colaboradores deben saber, imaginamos, que la época de “vacas gordas” no será eterna y que algún día, más tarde o más temprano, los precios internacionales de los commodities van a menguar. Y que para entonces habrá sido interesante que alguien haya tenido una mirada de mediano plazo, si no de largo.

  En un país como el nuestro, signado por las crisis recurrentes y el “lleguemos a mañana”, la visión estratégica no es la virtud que suele adornar la personalidad de los dirigentes, no importa del sector que sean. Mirando con los ojos entrecerrados, como cuando oteamos el horizonte, los detalles se pierden y sólo se ven las grandes líneas. Si es cierto que Néstor Kirchner quiere convertirse en un estadista, si a partir de su presidencia quiere que haya un antes y un después, una vuelta de hoja histórica, el presidente tiene frente a sí una oportunidad inédita. Resulta difícil encontrar un antecesor en el cargo con tantas cartas favorables sobre la mesa. Con unas excelentes condiciones externas, el evidente favor de la gente y una oposición que no amenaza sus designios, el actual inquilino de la Casa Rosada depende casi en soledad de sí mismo. A nadie podrá echarle la culpa de un eventual fracaso.
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