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domingo,
19 de
noviembre de
2006 |
Una tormenta histórica que
dejó anécdotas inolvidables
Colchones sobre autos y albañiles con baldes en la cabeza fueron algunas de las postales de un día inusual
Javier Felcaro / La Capital
La paulatina recuperación de la ciudad permitió que aflorara un sinfín de anécdotas protagonizadas el miércoles pasado por muchos rosarinos, devenidos a la fuerza en testigos privilegiados del paso de una tormenta tan histórica como devastadora.
En Laprida y San Juan, a un albañil que colgaba de un arnés a la altura del segundo piso no le quedaron muchas opciones. Estaba rebocando las paredes que dan a un patio interior del edificio en construcción cuando se largó la granizada.
Desde un balcón vecino le gritaron que se balanceara hasta una ventana para ponerse a salvo, pero la maniobra falló. Rápido de reflejos, el obrero cubrió su cabeza con lo único que tenía a mano: un balde. Así resistió varios minutos hasta que sus compañeros lograron subirlo. Aunque se ganó varios moretones.
Beto, de la zona norte, caminaba como todas las tardes cerca de La Florida cuando lo madrugó la granizada. A su alrededor sólo encontró un pequeño árbol que, en rigor, no estaba en condiciones de proteger toda su humanidad. El saldo: magullones en la espalda, y más abajo también. Eso sí, instintivamente se cubrió el rostro con las manos porque, como suele aseverar con impronta catedrática, "lo importante es preservar la vista".
Otro caso curioso fue el de Marcela, quien no dudó en llevarse a la boca una de las piedras que acababa de perforar el ventanal de su departamento del microcentro, cumpliendo con el mito campero que sostiene que tomar "agua del cielo" prolonga la vida.
A dos amigas, Silvina y Marina, seguramente alguien les atribuirá una dosis de culpa ya que cada vez que se juntan para ponerse al día no sólo llueve sino que truena, las calles terminan inundadas y provocan verdaderos fenómenos meteorológicos.
Es más: habían anticipado que, si diluviaba, suspenderían el encuentro programado para el miércoles. Nunca imaginaron que esta vez convocarían a una granizada memorable. No llegaron a encontrarse porque los bloques de hielo se lo impidieron.
Justo Alegre estaba con sus amigos en Córdoba y Sarmiento al momento de desatarse la feroz pedrea. A poco de hallar refugio en el ingreso a una galería ubicada sobre la peatonal vieron a una paloma desplomarse.
Incitado por sus amigos, Justo, el florista de Córdoba y San Martín, salió al rescate del ave, con tanta mala suerte que resbaló y cayó pesadamente al piso, dislocándose el hombro derecho. La bronca fue mayor cuando se percató de que pese a su esfuerzo la paloma no se salvó. Superado el mal momento, Alegre no encuentra palabras para agradecer "el increíble trabajo de los médicos y camilleros del Hospital Clemente Alvarez" en medio del caos.
Por su parte, un cronista de La Capital se llevó una grata sorpresa en un día convulsionado. Mientras buscaba testimonios sobre la caída de un cartel publicitario en la zona norte, un deteriorado Dodge 1500 rural de color bordó frenó abruptamente a su lado. En su interior había dos jóvenes, uno de los cuales lo interrogó: "Disculpame flaquito, nosotros somos jardineros y andamos con dos motosierras, ¿no sabés a dónde tenemos que dirigirnos para colaborar en el despeje de los árboles caídos?".
Tras aconsejarles ponerse a disposición de Defensa Civil, el periodista los vio partir raudamente con rumbo incierto, no sin dejar de reflexionar acerca de que "todavía existe gente buena en el mundo".
Capítulo aparte para las heladeras y freezers llenas de granizo. Hubo chicos que lo juntaron por diversión, pero también muchos adultos que se aseguraron un recuerdo de la tormenta.
El kiosquero de Sarmiento al 700 regaló otra postal: luego de que las piedras castigaran, implacables, a todos los autos estacionados en el lugar, un joven bailaba en la vereda. Su moto, milagrosamente, estaba entera.
En Viamonte al 4000 otro joven hizo gala de su solvencia frente a la adversidad: tomó un colchón, lo posó sobre su cabeza y corrió hasta el auto que había dejado estacionado en la calle.
De inmediato, cubrió el vehículo con el colchón, lo puso en marcha y logró llegar sin daños personales ni en el auto hasta una playa de estacionamiento techada ubicada a dos cuadras de distancia.
Menos fortuna tuvo un señor que infructuosamente, intentó acorazar su auto con dos paraguas. O la portera de una escuela de Alberdi, acostumbrada a sacar sus adoradas plantas al patio cuando llueve. El cielo había ennegrecido y, para ella, fue una buena señal. La descarga de hielo no le dejó ni las macetas.
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