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sábado,
07 de
octubre de
2006 |
Reflexiones
La violencia en el amor y en el aprendizaje
Marité Colovini (*)
Autorizada por más de 25 años dedicados a la docencia en todos sus niveles (preescolar, escuela primaria, secundaria y universitaria de pre y posgrado) y por mi práctica del psicoanálisis, quiero detenerme en un fenómeno actual que involucra a la relación enseñante-enseñado.
Desde hace algunos años asistimos a reacciones violentas que intentan resolver diferencias entre docentes y alumnos. Golpes, agresiones, heridas de armas de fuego, amenazas de muerte, abusos sexuales y denuncias penales tienen insólitamente como protagonistas a alumnos y maestros. Pareciera que la violencia llegó para quedarse en el ámbito de la enseñanza.
Por lo general, se critica la relación docente-alumno por la asimetría que instala. Tanto es así que llevar ante la ley lo que resulta de un conflicto en esa relación, parece que quisiera colocar las cosas en un pie de igualdad por aquello de que "todos somos iguales ante la ley".
Esta asimetría no es una diferencia de poder y confundirla con ella lleva, según mi opinión, a confundir la relación de enseñanza-aprendizaje con una relación donde lo único que se juega es la opción de dominio. Y así es indudable que no se puede aprender, ya que lo que se busca es o el goce de ser dominado, o el goce de ser dominante y, en algunos casos, la inversión de la relación por la vía de la destrucción del dominante.
Sin duda existen en la sociedad dominantes y dominados. Sin duda existe el Poder y quienes lo detentan para someter a otros con el uso de la fuerza. Pero no toda asimetría es convertible en el par dominante-dominado.
Cada vez que en una relación hay dos lugares distintos, lo que invariablemente se juega es la diferencia, pero no siempre una diferencia de poder. Es decir: la diferencia no puede reducirse a una diferencia de poder, es mucho más que eso. O mucho menos: simplemente diferencia.
El ejemplo más corriente es la relación amorosa, donde los lugares de amante y amado sólo señalan una diferente posición en cuanto a la actividad en el amor; es más: que existan dos lugares allí no implica que se cristalicen en dos personas, ya que basta que el amante extienda su mano hacia el amado para que el amado convierta su pasividad en actividad y empiece a amar. La metáfora del amor, entonces, hace bascular a los partenaires de uno a otro lugar, y así, en estos cambios de posición, transcurren las historias de amor.
Lo mismo sucede con la relación de enseñante y enseñado, ya que el aprender de los alumnos es la más corriente sorpresa con la que se encuentra un maestro. Así, enseñando se aprende y aprendiendo se enseña, lo que convierte a la asimetría en la relación en sólo dos lugares necesarios para que el aprendizaje se produzca, lugares que pueden ser ocupados alternativamente por los dos participantes en la relación.
Esta permutación de lugares es necesaria para que no se pervierta la función, ya que la cristalización en uno de los polos es verdaderamente una perversión de la función. Y es allí donde se cuela la voluntad de poder, transformando tanto al amor o al aprendizaje (para citar sólo los dos ejemplos mencionados) en una relación de dominación. Por lo tanto, si en una relación amorosa o de aprendizaje se juega sólo el Poder, estamos ante la perversión en el amor o en la enseñanza.
Ahora bien, habiendo utilizado estos dos ejemplos de manera no inocente, me detengo en pensar por qué sucede en la actualidad que la violencia imprima a las relaciones amorosas, o a las relaciones de enseñanza, un sello característico.
Los dos ejemplos mencionados necesitan invariablemente de la palabra y del otro a quien se la dirigimos, para efectuarse; es decir, son relaciones discursivas.
¿No es la devaluación de la palabra y la ruptura del lazo social una de las características más salientes de la contemporaneidad?
Haber soportado durante casi dos décadas el imperio de la mentira, de la impunidad, la destrucción sistemática de las instituciones fundantes de lo social, todo muy propio de las politicas neoliberales, deja secuelas en el tejido de la sociedad. Una de ellas es la aparición de formas de violencia como único modo de resolver las relaciones humanas.
El fracaso de la palabra es la violencia, ya que la palabra lleva implícita la legalidad simbólica que opera como terceridad necesaria para toda amenaza de relación dual. No es poca cosa haber rechazado sistemáticamente la función de la ley. No es poca cosa haberla reemplazado por pactos mafiosos, por negociaciones ocasionales, por contratos ilegítimos. No es poca cosa haber operado la transformación de la responsabilidad en impunidad.
Este es el modo en que el discurso dominante nos lleva al fracaso de las cosas del amor, y también como vemos, al fracaso del aprendizaje.
Si ya no podremos amar ni aprender, ¿qué es lo que les espera a las generaciones venideras?
(*) Psicoanalista y docente
universitaria
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