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domingo,
03 de
septiembre de
2006 |
Opinión: Un clásico de ayer y de hoy
Hernán Lascano / La Capital
Algunas cosas se oyen desde hace mucho. "Obedezca y marche". "Pague y apele". "Se resistieron a la autoridad". "Quisieron disparar y tuvimos que matarlos". Lucio V. Mansilla, general que no mezquinó sable en la campaña del desierto, enumeró esas frases para alegar que esas conductas estaban tan enraizadas entre jueces y policías, hacia 1840, que a los pobres les resultaba imposible defender su inocencia.
En su libro "Rozas", del que era sobrino, Mansilla también reseñaba las usanzas de la época con el acusado por algún delito. "¿Qué sucedía? ¿Se hacían averiguaciones? Pues no: se le azotaba...hasta que confesara. ¡Y cuántas veces los azotes no arrancaban falsas confesiones (qué no hace confesar el dolor) y el culpable verdadero queda impune!".
Algo muy arraigado en la cultura argentina debe haber si casi 170 años después frases y actos de ese estilo gozan de tan magnífica vigencia. Estas cosas son obvias desde hace mucho. Pero lo obvio no siempre se impone como sentido común. Se sabe que atormentar a alguien está mal pero, vamos, que ese morocho no parece tan inocente. Si se comió algún coscorrón algo habrá hecho.
A veces coscorrones, a veces otra cosa. Hace dos años a un chico de 18 años debieron extirparle un testículo tras un interrogatorio sumario en la comisaría 18ª de Francia al 3600. Nueve meses atrás chicos detenidos denunciaron vejaciones del director policial del Centro de Alojamiento Transitorio (CAT) y al juez que llevaba el caso hubo que requerirle que abriera una causa colateral para investigar algo más que el "motín" que habían protagonizado los jóvenes. Una jueza terminó procesando -por apremios y vejaciones- a ese director de penal, al que la conducción de la Unidad Regional II mantuvo largos días en su sitio tras la resonante denuncia.
Los castigos son brutales y corrientes en las comisarías suburbanas y sus destinatarios casi siempre, desde su pobreza material o de recursos simbólicos, son incapaces de defenderse de ellos o encontrar credibilidad a sus denuncias. Y a esto no solo contribuyen los que pegan sino también quienes los protegen. En 2003 una junta policial de calificaciones integrada por oficiales de máxima graduación ascendió a comisario inspector a un policía que estaba procesado por aplicar garrotazos a un joven en la comisaría 11ª de Lamadrid al 200 bis. El caso era público y el oficial obtuvo su premio -reconocimiento que vale más que mil palabras- ante el silencio del Ministerio de Gobierno, la Dirección de Asuntos Internos, la Jefatura de provincia y la de Rosario.
Sólo excepcionalmente se dan signos de reprobar institucionalmente -con los hechos, y no con palabras colmadas de cinismo- la vigencia no desterrada del salvajismo en dependencias policiales. Que casi nunca es llamada por su nombre. La Convención contra la Tortura tiene rango constitucional. El 10 de noviembre de 2004 la ONU apercibió al país por "la desproporción entre actos de tortura denunciados y las mínimas condenas dictadas por dichas causas" y "la práctica reiterada de parte de los funcionarios judiciales de realizar una calificación errónea de los hechos asimilando el delito de tortura a tipos penales de menor gravedad, por ejemplo, apremios ilegales".
Ocho días atrás un chico sin antecedentes penales dijo en una fiscalía haber sido colgado de una reja en puntas de pie en una comisaría para facilitarles a varios empleados el trabajo de aporrearlo a puntapiés. ¿Bajo qué carátula se investigará el caso?
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