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 miércoles, 30 de agosto de 2006  
EDITORIAL
Rigor contra el tabaco: ¿único camino?

La noticia presidió la jornada de anteayer en la ciudad: el primer día de vigencia de las penas a parroquianos y propietarios de comercios rosarinos donde se fume registró un éxito monolítico en lo que atañe al cumplimiento de las pautas fijadas por la flamante ley. De acuerdo con los inspectores del municipio -quienes se encargaron de la nada agradable tarea de controlar-, no se produjeron denuncias ni tampoco, por fortuna, incidentes. El saldo del día, entonces, merecería ser calificado como abiertamente positivo. Sin embargo, a poco que se supere la epidermis del análisis aparecerá en toda su cruda dimensión el trasfondo de lo sucedido: fue necesaria la coerción para conseguir aquello que debió haberse logrado con persuasión pura.

En el sitio paradigmático de la nefasta continuidad del hábito en lugares públicos, el mítico bar El Cairo, también se verificó una perfecta obediencia a las normas establecidas. El hecho, se insiste, aparenta ser acreedor de elogios. Pero lo que sin dudas debió haber ocurrido es que el nivel de respeto plasmado la antevíspera naciera, espontáneamente, de los propios fumadores. Y es que corresponde ser claro: el hábito de fumar -de nocividad archiprobada - no puede ser estigmatizado intrínsecamente con sencillez porque emana de una resolución de índole personal, pero esto se modifica cuando su puesta en práctica perjudica al prójimo.

De todas maneras, no se intenta desde esta columna demonizar a los fumadores. Ciertamente que resulta complejo para ellos aceptar la severa restricción -fumar en los cafés forma parte de las más acendradas y entrañables tradiciones del ocio urbano-, pero ante el grave perjuicio en la salud que ocasionan a los fumadores pasivos deberían entrar en razones sin necesidad de que el Estado apelara a recursos intimidatorios. Tal vez las recientes sugerencias en torno de espacios privados donde fumar no esté prohibido constituyan un primer paso hacia una solución que descomprima el enojo.

La convivencia civilizada en una sociedad implica ceder cuando resulta inevitable. En este caso, el fundamento de tal actitud resulta obvio: quien fuma es consciente -se supone- de los riesgos que corre y toma la decisión en base al libre albedrío, pero dicha libertad no puede superponerse a la salud de los demás. Y aunque el debate sobre el asunto hace rato que debería haber concluido, en innumerables ocasiones se continúa asistiendo a la puesta en escena de la irracionalidad y el egoísmo.

En múltiples terrenos de la vida argentina se registran, por cierto, conductas de individualismo e irresponsabilidad similares, y ciertamente mucho más graves: el tránsito es un ejemplo evidente. Se trata, acaso, de reflejos de una sociedad que supo ser caníbal y que debe comenzar a cuidar mejor de sí misma sin que la presencia de ningún Gran Hermano le resulte necesaria.

Ojalá que la madurez, finalmente, predomine.
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