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domingo,
16 de
julio de
2006 |
[Lecturas]
La palabra narrada: un escudo inquebrantable
Marta Ortiz
Novela. Voces del desierto, de Nélida Piñon. Alfaguara, Buenos Aires 2006, 312 páginas, $ 35.
Nélida Piñon (Río de Janeiro, 1937), primera mujer que presidió una Academia Literaria, recibió en 2005 el importante premio Príncipe de Asturias. Huésped de nuestra ciudad en ocasión del III Congreso de la Lengua Española, confesó entonces su permanente diálogo y amistad con Homero: "por tradición y por conciencia civilizadora, nada de él me es extraño", dijo. A partir de su abuelo inmigrante gallego y de su propio enclave en Brasil, Piñon se reconoce heredera de todas las culturas, rasgo que transforma a su literatura en un espacio congregante de excepción. Y va más allá: sostiene que la gran novela es siempre un texto arqueológico que carga en su vientre los pueblos, los mitos y la poesía del mundo, perdurables en la memoria colectiva.
"Voces del desierto" explora en la sustancia arqueológica del mundo árabe partiendo de la relectura de la célebre compilación de cuentos del Oriente Medio medieval "Las mil y una noches". La trama recrea el combate entre imaginación y muerte, entre la letra que mata y el espíritu de la letra que vivifica, tal como se plantea en la historia original, en la cual Scherezade logra eludir al verdugo gracias a la adicción a las historias narradas que noche a noche inocula en el torrente sanguíneo del Califa. Asistimos a la trastienda, a las bambalinas de aquella historia, algo así como el decurso secreto del reverso: el registro del proceso, la estrategia, los miedos, la elección de los recursos, el odio, el hartazgo que orientan la operatoria de las hermanas Scherezade y Dinazarda, en pos del objetivo de salvarse y de salvar a las otras jóvenes del reino. Instalado el duelo entre el poder que la princesa basa en la palabra y el Califa en la crueldad y la fuerza, la victoria le pertenecerá al arte de fingir, al tejido narrativo como un escudo inquebrantable contra la muerte.
La imaginación es la gran protagonista. La novela reflexiona sobre el arte de novelar; de hecho algunos capítulos operan como una poética sugerida. Scherezade debe acudir a las canteras de la memoria, multiplicar los enredos; oír los latidos y las rebeliones de los personajes, imponerles obediencia, ausentarse a veces con ellos del palacio; doblegar su propio dolor para no fomentar amarguras, oscurecer la vida real para iluminar la vida de la historia. Cuidar, en suma, la técnica, podar lo que no sirve, no descuidar las teatrales pausas respiratorias que mantendrán el auditorio hipnotizado. Pero por sobre todo valorar las pausas, los intervalos, negar los epílogos: una suerte de historia continua a la que jamás pondrá punto final porque sabe que tal distracción le costaría la vida. Transcribirá las voces del desierto, región misteriosa que esta narradora, aunando en sí la alta cultura de la escuela de Bagdad y la voz popular sobrevuela, arrastrando los sonidos "rupestres y guturales" de las tiendas nómadas, de las caravanas, de los beduinos, del mercado que late en el corazón de la medina: voces de una intrincada genealogía mixta de pueblo errante.
La autora ha destacado que eligió la Bagdad de los siglos IX y X como contexto porque le interesa la lengua árabe, lengua que entraña en sí la poesía. Mítica y culta, "al caer la noche, bañada de fulgor bermejo, proyecta en los callejones, en las travesías, un rastro de luz sobre el cual se camina como si fuera de día".
El arte de fingir
Paralelamente se asiste a la tenaz erosión que Scherezade le inflige a la sociedad patriarcal, erosión que en un comienzo contraría la voluntad paterna cuando, con el aval del pueblo bajo y la complicidad de su hermana, se asume como heroína a la cabeza de las vírgenes del reino. El segundo movimiento en este sentido transforma el poder tiránico del Califa en poder humanitario. Como la encantadora de serpientes, la narradora gotea sus historias en la desprevenida escucha del hombre. Obligada a la cópula diaria, practica con él un sexo de resistencia aplicando los principios de la simulación, de la representación, de la farsa. Imbricados en el arte de fingir, corolario de la práctica continua del relato, ambos aprenden a inventar suplentes eróticos, alimentan la fantasía.
La palabra de Scherezade triunfa sobre el hegemónico poder real y obtiene el perdón del Califa, víctima pasiva a su vez de una clase de educación que de ninguna manera ha incluído la noción del otro. Ella trabajó sin descanso para pagar su libertad, su "ahorría": transmitió las claves intangibles de la imaginación humana prestando sus alas narrativas, estimulando en él la comprensión de la naturaleza del edificio verbal, infinitamente más poderoso que cualquier edificación a piedra y sudor, como las mezquitas o los palacios.
El vuelo erótico de la novela se lee en el juego de la mirada, se deposita en la maravillosa sensualidad de palabras que incorporan sonoras muestras del árabe hispánico (ahorría, albalá, abasí, caftán, almizcle); un texto que Piñon ha edificado literalmente sobre metáforas: "se aferra a las metáforas que le pisan los talones. Son porfiadas y bellas".
Instrumento de su raza, dueña de las palabras que son su trigo, en un final que escapa al modelo original, Scherezade, harta de su inmolación diaria ante un Califa definitivamente encadenado al diario alimento de las historias, planifica su fuga a bordo de una caravana que la conducirá por el desierto (la voz popular) al encuentro de Fátima (la voz de la lengua materna), el ama que de niña sembrara en ella la pulpa de sus futuras narraciones. Habiéndola sumergido en el agua viva de la imaginación, más de una vez evitó que se perdiera en la fuerza centrífuga de la fantasía, única vía de acceso a lo real de Scherezade. Lejos del palacio y de los suyos, los llevará intactos en su memoria: "lo vivido es un punto de resistencia en el futuro". Apología del culto a la fábula, estas páginas resuenan como inagotable murmullo a partir de un profundo trabajo con el lenguaje, única argamasa de la ficción. Señala ese mundo de reflexión y conocimiento que nutre la ficción literaria humanizando, permitiendo apreciar el valor de la identidad al reconocernos en los otros.
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Poética. Nélidad Piñon concibe la novela como un gran texto arqueológico.
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