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 domingo, 09 de julio de 2006  
En la Liberia empobrecida, donde dejó a su madre y una hermana, la expectativa de vida es menor a los 40 años
Un refugiado que llegó en busca de un lugar donde soñar
Isaac Cuesi vino hace ocho meses y por vender cadenitas fue víctima anteayer de un ataque por parte de la policía

Pablo R. Procopio / La Capital

La búsqueda de la supervivencia. Nada menos que eso reflejan los deseos de los refugiados al llegar a sitios tan lejanos como diferentes. Acostumbrados al sufrimiento, da la sensación de que están más allá de cualquier situación horrible que deban atravesar. Sin embargo, el desarraigo no deja de causarles dolor. Y esa fue la sensación que el liberiano Isaac Cuesi sintió anteayer al ser golpeado por la policía al grito de "negro de mierda". Otro estigma para una vida cargada de desesperanza.

El operativo iniciado por la Guardia Urbana Municipal (GUM) se originó en la necesidad de desalojar el stand de venta ambulante para el que trabaja en San Martín y Rioja, y derivó en una situación violenta que encontró al extranjero tirado en el piso mientras recibía patadas y golpes de parte de los agentes.

El muchacho, de 20 años, llegó a Rosario hace ocho meses. Y la necesidad de salir adelante lo llevó a adiestrarse con el castellano y hacerse entender. Porque, en rigor, vender anillos y cadenitas en la vía pública implica el contacto directo con la gente, algo que agradece.

Cuando salió de Liberia, un país africano históricamente atravesado por contiendas civiles, corrupción y pobreza, le prometió a su mamá que le iría bien. Eligió la Argentina por las buenas referencias que tenía de este país y por el fútbol que actuó como vidriera y caló en su subjetividad.

"Maradona, Batistuta y Saviola son argentinos", sabía Isaac a la perfección. "Cómo no a ser lindo vivir ahí", supuso haciendo una esperanzada analogía. De esta manera empezaría a dejar atrás un sitio donde la democracia significa muy poco y donde la solidaridad familiar y tribal es mucho más importante.

Le dio un beso a su madre, abrazó a su hermana y se escondió en el barco que lo trajo del otro lado del Atlántico. Ya había sufrido la muerte de casi toda su familia, y por eso, aguantó 20 días en la quilla de un barco, muy cerca de la hélice y acurrucado por el frío helado del agua omnipresente que lo empapaba. Así llegó con otros polizones hasta San Lorenzo, primero, y de ahí a Rosario.

Fue aquí que conoció a Steve Amaku, un ghanés que ya lleva siete años en el país. Hoy, Isaac trabaja, y come, gracias a él.

  Ambos comparten el paraguas que usan para exhibir la bijouterie que ofrecen a los transeúntes. “Todos los días le doy diez pesos para comer”, cuenta Steve, que adoptó al liberiano como una especie de empleado, aunque, en rigor, se reparten cada mitad de las ventas que hacen.

En un hotel
Isaac vive solo en una pensión, pero compartió habitaciones en diversos lugares con sus compatriotas exiliados. Por ejemplo, el Hotel Britania (San Martín y Tucumán) donde la Dirección Nacional de Migraciones le bancó el alojamiento. En realidad, destina para todos los refugiados un monto mensual a ese fin.

  Hasta hace un mes aproximadamente, los vecinos del hospedaje veían ir y venir al joven junto a otros africanos, hasta que desaparecieron del lugar. Los echaron, porque “hacían mucho ruido con la música a todo lo que da”, relató uno de los conserjes del Britania. Y los pasajeros lo ratificaron a La Capital.

  Hoy, tanto Isaac como Steve, son conocidos por cualquier asiduo peatón del centro de la ciudad que no peque de distraído. Se hicieron amigos de sus compañeros vendedores ambulantes y de los comerciantes de la zona donde trabajan. Por eso claman para que la Municipalidad les dé la habilitación de trabajo que les permita quedarse allí. Temen que ubicarse en un lugar nuevo redundaría en robos y violencia, al no tener a nadie que los contenga.

  Muchos rosarinos los buscan especialmente para comprarles los productos que traen desde el barrio de Once en Capital Federal. Su vida transcurre, al parecer, sin demasiados altibajos, en comunión permanente entre los residentes del continente africano quienes se comunican en inglés y, a veces en un dialecto que todos puedan comprender. Es que en sus países de origen (generalmente Liberia, Ghana y Guinea) se hablan diversas lenguas.


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