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 domingo, 26 de marzo de 2006  
[Entre líneas]
Cuando los chicos crecen
Pedro Lipcovich logra un libro inteligente a través de relatos mínimos que se expanden a medida que avanza la lectura

Lisi Smiles / La Capital

Al leer "Muñecos chicos", de Pedro Lipcovich, una sospecha de fábula se apodera del lector. Pequeños relatos que se hacen grandes, que crecen cuando aparece el punto final. El tiempo, esa paradoja, ordena los textos en forma circular, figura geométrica que sin embargo propone una fuga. Ese escape, desvío, queda en las manos de la imaginación de quien se adentre en este sugerente libro que editó El Cuenco de Plata.

Algo caracteriza a las fábulas, la moraleja. En algunos de estos minicuentos esculpidos por Lipcovich esa sentencia se hace evidente, el autor la expresa; en otros, queda en suspenso pero hay pistas que permiten adivinarla. Esa oportunidad resuena cuando se intenta pasar la página y hay que volver a leer, el juego atrapa.

Pero la fábula, y según los diccionarios, puede tomar distintas formas. Alegoría, parábola, leyenda, tradición, mito. Lipcovich no desperdicia la oferta de tonos. Así recurre a relatos casi infantiles, simples, como el que utilizan los niños y que al oírlos (por momentos el libro pareciera que se hace voz) una sonrisa aparece en el que escucha. Pero la simpleza encierra secretos cuya llave se muestra en la lectura franca, y ahí se cuela un nuevo sabor: algo siniestro, una picardía, un guiño, un latigazo. "Muñecos chicos" altera la ingenuidad.


SEMEJANZAS
Los hay breves, de casi un párrafo; poéticos, amorosos, de aventura, con personajes humanos, animales, o bien objetos, animados o inanimados. Y así como algunos semejan la simpleza de lo infantil, también hay otros que utilizan el lenguaje para abusar de la forma: desgranamientos lógicos de pensamientos o explicaciones con tono científico.

Pero será en estos casos donde la sustancia en juego es justamente un delirio, una ficción pura, tan pura como increíble. Sin embargo, quien recorre su entramado se ve obligado a creer gracias a lógica.

Un ejemplo es "Las fuentes del Nilo", donde extrañas sustancias son analizadas por científicos que por momentos arrastran al absurdo; otro, "Uvas ácidas", con explicaciones tan increíbles como humanas.

También el registro es variado: el humor negro, la broma o la ternura se expresan con una capacidad de síntesis tal que recuerdan a los cuentos clásicos, por su factura. Y hasta un cierto halo de novela policial se instala en "Esmeralda perdida", donde la historia se esparce sobre un paño tendido por crueles traficantes de piedras preciosas.

Y hasta aparece la dimensión mágica, como en el cuento que pareciera acercar algo al título del libro. En "Es descuidado con sus juguetes", los muñecos juegan a ser muñecos y emprenden batallas libradas con la crueldad como espada. La imagen desparrama dolor, ese que se intuye cuando se los observa tan inmóviles por las noches, en la caja que los guarda.

Lipcovich elige distintos puntos de vista para sus narraciones. Se esconde y cuenta las historias con ayuda de ojos ajenos. Pero no es que desaparezca, sólo se esconde y uno intuye que esa es una maniobra y deja que ocurra, eso también es parte del juego.

Este recurso le permite cambiar las texturas de cada historia, o incluso trabajar sobre distintas tramas en un mismo relato. Es como que el autor tuviera a su disposición una reserva de sensaciones que, si bien permaneció escondida vaya a saber desde qué tiempo, ahora es el momento de exhibirla.

Y de regreso sobre la fábula vale hamacarse además sobre aquellas que no muestran moraleja, y que hasta parecen aniquilar la respuesta sobre la capacidad de simbolizar. Precisos, empujan a romper el círculo mínimo que los sustenta.


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