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 domingo, 26 de marzo de 2006  
Corresponsal
Y otra vez la sucesión de estaciones

María Laura Frucella

Llega un momento en que la paciencia se acaba para el frío. Marzo ha comenzado pero el día de hoy aún soporta una materia gris y destemplada que se cuela en las casas por cualquier rendija. Metida en el cuartito de la computadora con una gripe incipiente, no puedo dejar de cargarle mi pesadez al invierno que, al otro lado del ventanal, se ríe sin dientes mientras pienso que ya hubo bastante de esto, ya es hora de pasar a otra cosa.

Y sin embargo, el invierno llega cada año a las ciudades como una película translúcida que se agrega a los objetos para sacarles un cariz escondido, una forma de existencia diferente.

El barrio gótico barcelonés nunca es tan gótico como en invierno. Si además llueve, imposible no ingresar sin darse cuenta, por una abertura ciega, a una densidad inmemorial desde donde cada muro de piedra nos viene esperando segundo a segundo sólo para confluir en este instante. Imposible no encontrar, en la reverberación de pasos y gotas, una semilla guardada de aquellos tiempos. No percibir la herida de la caducidad en el cuerpo; no sentir, como en un vértigo, una urgencia de entregarle al muro alguna huella propia que perdure en él cuando no estemos.

El invierno es la oscuridad de los museos, la paciencia callada e íntima del que entra, atraviesa una bóveda ojival y se detiene con recogimiento frente a la obra de un artista. Es también la sonoridad trovadora de la flauta dulce que nos aguarda afuera del museo y nos conduce, alegre e intemporal, por el laberinto de calles hasta llegar a Petritxol, la calle de las granjas que sirven el chocolate a la taza con melindros o churros.

Si es cierto lo que anuncia el canal del tiempo, en unos días el aire empezará a entibiarse y la ciudad irá, girando lentamente sobre su eje, a posarse sobre el mar. Pero ahora, todavía hay que esperar. Me asalta un deseo súbito: quiero andar en camiseta, en camiseta, ca-mi-se-ta. Sentir el algodón en la piel, guardar los abrigos, sacar las sandalias de las cajas de zapatos y hacerme ampollas el primer día de usarlas. Bajar a la playa y caminar por la arena, envuelta en la bruma vaporosa de salitre y aceites solares. Llevar un libro, el mate, la lonita y tirarme. Pienso en el verano como quien dice tener recuerdo de vidas pasadas, ¿existe el verano? Y la noche... la noche en verano se vuelve territorio habitable, la calle y la noche se reconquistan para la vida, se limpian del miedo y los espectros.

Los primeros días es un fluir blando del tiempo: se puede decir que habitamos el célebre polígono de confort climático, concepto inventado por las ciencias ambientales que las ciudades mediterráneas pretenden adjudicarse. Pero lo bueno dura poco, y cuando sube el termómetro oímos voces añorantes del frío, "así no se puede estar", "en invierno te abrigas y listo".

Por suerte los invernófilos no pueden decidir la temperatura de los lugares. Lo cierto es que, en este tema, nadie puede decidir, y todavía hay que esperar. Hay quienes dicen que la espera es lo mejor de lo que se vive.
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