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domingo,
26 de
marzo de
2006 |
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Golpes
Jorge Besso
Recuerdo que de chico había al menos dos vías para hacerse hombre: una era el servicio militar del cual se decía que entraba un joven y salía un hombre. La otra vía emanaba de la sentencia popular que arrojaba una verdad con apariencia de ser indiscutible: a golpes se hacen los hombres. A medida que iba creciendo, cada tanto escuchaba otra "verdad" de la época vinculada con las sentencias anteriores, pero con un tono más amenazante: a este país le hace falta una mano dura . Naturalmente que esa mano dura era una mano militar, mano dispuesta a pegar de un modo recurrente en los llamados golpes militares.
Se podía completar el repertorio de sentencias con otra que circulaba muy campante por las aulas y las sobremesas enseñando aquello de que la letra con sangre entra. Finalmente la letra no entró y la sangre se derramó, y lo más terrible es que sigue derramada ya que son sangres que no tienen tumbas que las alberguen, y a las que ni siquiera es posible llevarle flores.
Treinta años después del último golpe militar es imprescindible interrogarse por el lugar que ocupaban los golpes en los escenarios sociales y en el repertorio educativo de aquellos tiempos, en razón de los ecos que aún pueden escucharse en este presente y en futuros presentes. Diez años antes, en junio de 1966, el general Onganía era el hombre fuerte. Hombre y fuerte, ya que en tanto general de la Nación había hecho mucho más que el servicio militar.
Como se sabe dicho servicio estaba destinado a militarizar, al menos en parte, a los civiles, seres más bien débiles y por lo tanto proclives a la democracia, o a algo peor, como caer envueltos en el trapo rojo con el consecuente lavado de cerebro propiciado a los imberbes, candidatos a ser apresados por el peligro comunista. En la pensión de estudiantes y prostitutas de calle Entre Ríos 1277 discutíamos muchas noches por un mundo mejor. Si era por evolución o por revolución. Mientras tanto, en la larga noche del 28 de junio, escuchábamos la radio a la espera de la confirmación del golpe del estado anunciado, donde el acartonado Grondona era la inteligencia y Onganía la mano dura.
De pronto, cuando ya avanzaban uno tras otro los tristemente célebres comunicados militares, se escucha en el aire una frase inesperada en ese ambiente, un escenario que contenía una particular mezcla de estudio, política y sexo, un recién llegado exclama y proclama: "Mientras todo sea para bien". El muchacho pensó en voz alta, y a cuarenta años del pensamiento que la censura psíquica no pudo detener, no importan demasiado las risas y las críticas que deparó en su momento. La ingenuidad de la frase no debiera ocultar la potencia del mensaje que lanza.
El sentido de la frase (un tópico del optimismo) está esencialmente dado por la separación entre el "mientras" y el "todo sea para bien". Es decir que si es para bien se pueden justificar cosas que seguramente se agrupan y muchas veces se ocultan en el "mientras", muy especialmente en las múltiples violaciones de los golpes militares.
Dicho de otro modo, "el fin justifica los medios", una cantinela muy propicia a los golpes. El golpe del 66 no fue para bien porque no podía serlo, y no podía serlo porque no querían que lo fuera, y porque así no lo quieren las dictaduras. Es que en las dictaduras, el gobierno y el poder se superponen. El poder legislativo, el judicial y el ejecutivo, a los que habría que agregar el económico, se funden en el dictador para dictar los destinos de la gente.
Diez años después de 1966, de los que en estos días se cumplen 30 años, vuelve la mano dura, pero esta vez con un designio mucho más terrible, ya que son manos que trazan un destino inédito hasta ese momento: lo que las madres nombraron para siempre como detenidos desaparecidos. Son detenidos y desaparecidos. No son muertos. Los muertos no son detenidos, en tanto son seres que mejor o peor han llegado al final de su camino. Tampoco son desaparecidos, ya que los muertos habitan su último domicilio.
Dos demonios
La famosa teoría de los dos demonios no persigue la verdad. Decir que había un demonio a cargo de la guerrilla y otro demonio a cargo de la represión, que se llamó excesiva o guerra sucia, no es buscar la verdad sino practicar la justificación de lo injustificable, esto es, el terrorismo de Estado. Ocupar el Estado impunemente hace que se pase del golpe de Estado a los golpes del Estado sobre una población que culpable o no, en cualquier caso y en todos los casos queda indefensa.
Los primeros treinta años del 24 de marzo de 1976 culminaron en el primer feriado obligatorio que viene a recordar una fecha trágica. La polémica está instalada en la sociedad argentina. A Joaquín Sabina y a varios de mis amigos no le gusta ver esa fecha trágica cambiada por un día festivo. Asados, deportes, aire libre, cines, moteles y demás opciones parecen encuentros donde se produce una elaboración maníaca del duelo, es decir una sustitución de lo negro por lo colorido, que podría contribuir más al olvido que a la memoria.
Entre el momento en que escribo la columna y en el que sale publicada, hay un segmento de tiempo por donde circula la polémica y el recuerdo por los edificios, las casas y las mesas. Después de 1976, el 24 de marzo era un día casi como cualquier otro día. Muchos recordaban y otros olvidaban. Desde este año, en cada 24 de marzo, ese indetenible que es el tiempo tendrá esa ilusión real de tiempo detenido que tienen los feriados.
Ese plus de tiempo se puede usar para muchas cosas, incluyendo la posibilidad de perderlo. Pero también se lo puede usar para pasar de la polémica a la reflexión. Algo difícil pero imprescindible, en tanto es la posibilidad de un diálogo donde no se intercambien golpes. En la vida hay golpes, pero los hombres no se hacen a golpes. O no debieran. Pues en tal caso serán hombres que intentarán borrar la letra con sangre.
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