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sábado,
01 de
octubre de
2005 |
Reflexiones
Una pedagogía de la muerte
Ana María Zeno (*)
Es cada vez más frecuente enterarse que algunas personas plantean que no desean que se las mantenga con vida en casos de enfermedades terminales; que no se utilicen las enormes posibilidades técnicas actuales, como ser lograr mantener una vida vegetativa años y años, con la esperanza de revertir la situación. Y lo plantean no sólo personas muy enfermas, sino también personas sanas, anticipándose a esa cruel posibilidad, tan cuestionada últimamente.
Existe también la posibilidad contraria muy comprensible, que sólo mencionaré: pacientes terminales que junto a familiares buscan de cualquier manera, desesperadamente, revertir la situación.
Abordar esto resulta generalmente una situación compleja y conflictiva en medicina. Se nos ha formado para considerar la vida y no la muerte. La muerte se vive como un fracaso. Además está aquello de que “mientras hay vida, hay esperanza”, entonces se tiende a seguir probando. A veces todo ello forma parte de una omnipotencia médica conciente o inconciente. Por ello, considero que todo esto se debe interdisciplinariamente plantear en medicina, discutirlo en los comités de bioética, darlo a conocer al resto del equipo de salud y a la población en general.
Ya existe en medicina la tanatología (de thánatos = muerte, logía = ciencia) o sea el estudio de la muerte, pero no está muy difundida. Hay que plantear una “pedagogía de la muerte”, o sea educar para el bien morir desde la niñez.
Uno de los temas a considerar es cómo se representa a la muerte en nuestra cultura occidental. No sólo una calavera, sino un esqueleto completo blandiendo arteramente una guadaña que nos matará, o sea que ese esqueleto tiene vida y se nos viene “tan callando”.
Asimismo, se utiliza el verbo morir para remarcar que apenas nacemos ya empezamos a morir —¡qué consuelo macabro!—.
Todo ello y tantos otros ejemplos no nos prepara ni para aceptar nuestra muerte ni la de los demás. En los velorios se suele escuchar: “No somos nada; hoy estamos, mañana no”.
Sin ninguna connotación religiosa, ¿qué sabemos lo que sucede después de la muerte? Nadie volvió para contarlo. Lo que sí sabemos es lo que nos enseña la ecología: nada se pierde, todo se transforma. Y ello es un pensamiento positivo: morimos para ser otra vez, algo vivo, es todo un proceso. Si no nos muriésemos, significaría que no hemos existido. Claro que esto es una referencia a nuestra muerte esperada, y no a la muerte externa, que nos asesina.
Volviendo a nuestro tema: el bien morir; lo anterior puede hacernos cambiar nuestra actitud ante las enfermedades terminales.
Ayudar a bien morir no significa eutanasia, no significa no hacer nada, significa sí, tener una actitud científica y compasiva sobre todo en la pre-muerte insoportable. Significa sí, utilizar terapias convencionales paliativas. Significa sí, no usar métodos que atormenten a la persona moribunda. Significa sí, considerar sus deseos y también los de sus familiares. Significa sí, ayudarle a aceptar que le llegó la hora de morir.
Recuerdo un ejemplo familiar: mi suegra, la madre de mi marido Enrique Luque Fraga. Estaba internada muy grave y su neurólogo le dijo a Enrique: “Le podríamos hacer una traqueotomía para ayudarla a respirar”; y él le respondió: “No, dejémosla morir en paz”, hermoso ejemplo de amor filial.
Recordando ese hecho, en plena salud, he pedido a mi familia que cuando llegue mi última hora (¡qué bueno no saber cuándo será!) con esa mezcla tan dulce de alegría y de pena, me ayude a bien morir, así como me ha ayudado y me ayuda a bien vivir, de veras.
(*) Doctora, fue declarada anteayer “médica distinguida” por el Concejo Municipal de Rosario por su trayectoria en el campo de la medicina y por su defensa de los derechos reproductivos y humanos de la mujer.
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